¡Viva el péplum!

Los péplum son un género cinematográfico en sí, dignísimo, que ayudó a hacer del cine un espectáculo popular.

GABRIEL JARABA

Este besugo que es su seguro servidor se declara entusiasta de los péplums, sean de factura pobretona y torpe o con pretensiones de opus magna. Es decir, que saborea por igual Demetrio y los gladiadores que La Biblia de John Huston, sus héroes infantiles fueron Ursus el luchador y Maciste el coloso y cree que una peregrinación a Roma debería incluir la visita al lugar sagrado de Cinecittà, donde en vez de las vírgenes vestales sean tremendas maggiorate las que acojan en sus senos –valga la redundancia—al romero devoto.

Uno, qué quieren que les diga, fue amamantado en las sesiones de cine dobles e incluso triples de modo que de noche todos los gatos son pardos y en la oscuridad de la sala de proyecciones todo tipo de películas basadas en una antigüedad que se pretende épica y acaba resultando involuntariamente cómica se funden en una sola amalgama. No la de una protohistoria surgida de los balbuceos del género humano pasados por la cultura clásica sino de las pulsiones tanto sexuales como religiosas del hombre contemporáneo, como bien explicaron el psicoanálisis y Terenci Moix cada uno a su manera. Dime de qué te ríes y te diré quien eres, podría afirmarse, y reírse con y de esos torpes remedos de la historia es, a buen seguro, prueba de sensatez.

Contemplar los péplums, o películas “de espada y sandalia” según la terminología anglosajona, no sólo es el fogonazo pasajero de un tiempo que no volverá y una nostalgia controlada y dosificada sino un género cinematográfico en sí, para uno dignísimo, que ayudó a hacer del cine un espectáculo popular. Si el cine no hubiera ganado a pulso su condición de espectáculo pensado para el pueblo y disfrutado por él probablemente hubiera terminado como la ópera: unas obras artísticas excelentes con unos libretos argumentalmente inconsistentes y grotescos.

Todo en la ópera es tan exagerado como las musculaturas de los forzudos de los péplums, y la música excelente se produce sobre una escenografía, vestuario incluido, que no tiene nada que envidiar a los más retorcidos delirios de las direcciones de arte de aquellos filmes. Esa tentación de lo excesivo es el factor común latente en el arte operístico y en el del péplum, y no es de extrañar que uno y otro tengan a la ciudadanía gay entre sus más fervientes devotos. Y si todo esto sirve para mantener al lado del cine y de la música a los grandes públicos, bienvenido sea. Ahora los péplums nutren las programaciones baratas de las tardes televisivas los días festivos pero Quo vadis fue estrenada en 1954 nada menos que en el cine Windsor Palace, el gran coliseo fílmico del lujo barcelonés, donde antes tuvo lugar la première de Lo que el viento se llevó.

No serán los experimentos vanguardistas los que recuperarán la ópera para el gran público, todo lo contrario, sino la sintonización de ambas sensibilidades exageradas y excesivas presentes la una en el campo de la música culta, la una, y en la cultura pop. Montserrat Caballé y Freddy Mercury (o quienes pensaran por ellos, y con ellos) lo vieron claro y acertaron.  Necesitamos nuevos Cecil B. de Mille y Dino de Laurentiis al frente de la actual cultura de masas, si es que tal cosa existe. Mientras tanto, disfrutemos con Steve Reeves, qué caramba.

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