Una medicina que no cura

La inauguración de un centro de salud siempre es una fiesta, pero lo que hará ese servicio es aumentar el número de enfermos, no disminuírlo.

GABRIEL JARABA

Las autoridades y la sociedad en general celebran la inauguración de nuevos centros de salud, hospitales y puntos de atención primaria, consideran un éxito el aumento del número de pacientes y creen que el incremento de enfermos tratados es un elemento positivo. Uno, que es un alma simple al fin y al cabo, se pregunta por esa paradoja: ¿no debería ser el objetivo de un servicio de salud conseguir que hubiera cada vez menos  enfermos en vez de más? Por lo visto, parece ser que no.

Uno comprende que un sistema que tiene como objeto aumentar la producción de bienes considere positivo y necesario que el crecimiento se produzca en todos los sectores. Qué más lógico pues que aumente el número de pacientes atendidos por los servicios de sanidad, si hemos de contabilizar el progreso en este campo. Más hospitales, más camas, más personal sanitario dan como resultado… más enfermos. Es así y a todos nos parece bien, incluso a mí, aunque la razzia de consellers como Boi Ruiz y Toni Comín haya dejado la sanidad pública catalana a los pies de los caballos de la privatización; cuando vean ustedes las protestas actuales de las enfermeras piensen en aquello de los polvos y los lodos. No pasa nada, en Cataluña se vota con insistencia y fruición a aquellos que más destacan en conducir el país a la inanidad, y aquí paz y después gloria.

Ya sé que todo esto parece un sinsentido y seguramente lo es. La realidad es más compleja de lo que parece a simple vista y lo que llamamos sociedad organizada se basa en la armonización de contradicciones que se dan de mamporros unas a otras en aras de sostener un tinglado que funcione. Sin embargo, una mirada más atenta a la medicina actual, llamada científica, que es un arte sintonizado de manera coherente con la sociedad que lo produce y sustenta, se basa en la cronificación de las enfermedades. El éxito para cualquier afectado por no importa qué mal es que pase a padecerlo de por vida. La medicina democrática y socializada significa que el artefacto alcance al máximo número de personas posible y durante el mayor tiempo.  Obtiene usted un diagnóstico y se da con un canto en los dientes si se le prescribe una medicación dosificada de manera regular y persistente, de modo que las analíticas no arrojen resultados que pongan en peligro esa regularidad positiva y previsible. En la medida que se mantenga la rutina uno continúa vivo hasta nueva orden. Nadie espera curarse, la aspiración es seguir enfermo pero sin sufrir y respirando.

Uno ya es mayor y tan afortunado que ha logrado que su enfermedad haya sido cronificada, de modo que cuando se acerca a la farmacia observa cómo señores y señoras de su edad o más jóvenes se proveen de medicamentos similares a los que uno toma aunque padezcan afecciones distintas. La medicina científica socializada y masiva ha conseguido mantener a unas generaciones de gente mayor vivas y coleando, a costa de ser los protagonistas de ese rotundo fordismo sanitario que comentábamos. Eso, qué duda cabe, es todo un éxito, del que no me voy a quejar, faltaría más. Aunque el precio a pagar ha sido, ingenuo que es uno,  la renuncia a lo que se creía que era una vieja aspiración de la ciencia y de todas las culturas: curar la enfermedad.

La civilización que los clásicos deseaban ver reinar incluía no sólo el fin de la ignorancia y el advenimiento del conocimiento sino el surgimiento de una humanidad pacífica y libre de enfermedades. La ciencia, que es sabia y prudente, nos ha conducido a un mundo en el que todos podemos comer pollo y vivir largos años, eso sí, visitando regularmente la farmacia del barrio. Pero uno aún acaricia ciertas pejigueras filosóficas a la memoria de Hipócrates, Galeno y los viejos sabios asiáticos, y va y lee la definición de salud que hace la Organización Mundial de la ídem y se le pone cara de bobo. Esperemos pues la cronificación del cáncer, que será el mayor éxito de una medicina que no cura.

Fotografía: busto de Hipócrates en el museo Pushkin.

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