Notas de internamiento/ La muerte

GABRIEL JARABA Los emperadores romanos, cuando entraban triunfantes en la Ciudad Eterna después de una victoria militar llevaban a su lado un esclavo que les susurraba al oído «Recuerda que eres mortal». Era una manera práctica de prevenir el peor mal según la sabuduría de la antigüedad clásica, la hybris o soberbia loca y autodestructiva, […]

GABRIEL JARABA

Los emperadores romanos, cuando entraban triunfantes en la Ciudad Eterna después de una victoria militar llevaban a su lado un esclavo que les susurraba al oído «Recuerda que eres mortal». Era una manera práctica de prevenir el peor mal según la sabuduría de la antigüedad clásica, la hybris o soberbia loca y autodestructiva, a la que señala un gran número de mitos griegos asociada al destino (anticipándose a Napoleón, quien dijo que el destino es el carácter). Ahora, la situación presente actúa como el esclavo del emperador que nos susurra a nosotros, que hemos creído hasta ahora que éramos los emperadores de nuestras vidas, que recordemos que un día u otro moriremos, que no sabemos cuando, cómo ni porqué y que este fin indefectible nos iguala a todos.

En un excelente artículo publicado en El Periódico, Albert Sáez dice: «La muerte es el trasfondo de este confinamiento masivo. Nos guiamos por el pánico a morir, pero decimos que nos quedamos en casa porque no mueran otros. ¿No valdría este planteamiento para los períodos sin epidemias? Estos días nadie muere en las carreteras, porque el tráfico ha disminuído un 90%. El aire de nuestras ciudades es más respirable y, posiblemente, muere menos gente por la polución. ¿Por qué no confinar los coches para evitar estas muertes cotidianas? En el fondo, la diferencia es que en la pandemia puede morir cualquiera, mientras que habitualmente pensamos que serán otros los que morirán. ¿Quién puede decidir la muerte de otro? Nos escandaliza que un médico, esta semana, se halle en la disyuntiva de elegir a quién le pone un respirador. Pero ¿no estamos cada día decidiendo la muerte de otros o nuestra propia muerte ejerciendo nuestra libertad? El coronavirus lo altera todo. También nuestra relación con la muerte, que ha pasado a primer plano, a ser la prioridad, también económica, porque con la pandemia no estamos tan seguros de que los muertos sean siempre los otros».

Cuando hablamos así y de estas cosas hay gente que lo considera morboso, negativo o indeseable. Dice Sáez de la muerte: «La hemos sacado de los escondrijos donde la tenemos recluida habitualmente, aquel circuito aséptico que va de las ucis a los tanatorios, sin apenas contacto con los cadáveres. Ahora hablamos de los muertos, permanentemente, y nos lamentamos de no poder acompañarlos, ni tocarlos ni besarlos. Cosa que no hacíamos cuando nos dejaban». Cuando quiero tocar las narices me lanzo a hablar de la muerte, y aquí todos se quitan la careta. Y entonces insisto en que sin morir no podemos ser humanos, como el protagonista de la película El hombre bicentenario: un robot mecánico que él mismo se va construyendo una persona biónica, paso a paso, y llega a vivir dos siglos en la perspectiva de una immortalidad probable, ya que su sofisticada complejidad tecnológica se lo permite. El personaje interpretado per Robin Williams quiere vivir eternamente porque aprende a amar, y ama profundamente a la família a la que sirve, hasta enamorarse de la nieta pequeña. Como robot avanzado disfruta de muchos privilegios excepto de un derecho fundamental: ser considerado humano. Y eso es lo que él desea con todas sus fuerzas, porque comprende que únicamente la muerte es lo que nos iguala, nos hace hermanos y permite el surgimiento de la compasión y el amor. Finalmente, el robot acepta morir, le es reconocida la humanidad y muere de la mano de su enamorada humana.

Vivir eternamente en forma humana es una maldición que no deseo para mí ni para nadie. Representa la soledad más absoluta, el verdadero confinamiento definitivo. Necesitamos sabernos mortales para vivir como humanos. Toda realidad es impermanente y fungible, nos enseñan los sabios budistas. Y añaden: toda realdad es interdependiente, nada existe por sí mismo y todo lo que es así compuesto no tiene existencia real. Así, el fundamento de lo que creemos real es el vacío. Esta verdad ha sido malinterpretada por los filósofos europeos durante el siglo XIX al creerla un nihilismo. Ha costado que lleguen a comprender que la consciencia de la impermanencia y la muerte es la raíz del amor y la fraternidad y que el aprendizaje de la idea de vacío radical es la semilla de la libertad.

La muerte se aparece ahora como mensajera de un Nuevo Tiempo, en un momento kairótico que marca un salto en la civilización. Después de esta crisis se escribirá un nuevo mundo con unas nuevas reglas. Si aprendemos la lección podremos pasar a vivir como verdaderamente humanos. Pero nos podemos equivocar si creemos que pensar en la muerte es morboso y negativo en vez de liberador. Los sabios budistas se detienen ante toda especulación metafísica (porque eran «protestantes» del hinduísmo y su intrincada sofisticación en este sentido). Pero los cristianos van un paso más allá y creen en la «vida eterna», que no es una vida incorpórea sin fin sino algo extremadamente sutil, profundo y sencillo (que ya explicaré otro día) que está relacionada con la capacidad y posibilidad de sumergirse en un Amor Infinito, que no tiene ningún límite, para poder Ser Uno Mismo en vez de un agregado de componentes interdependientes.

La muerte no nos plantea, pues, un problema filosófico sino vital: o miramos a los otros humanos como a hermanos o no podemos vivir como humanos. O creemos en este Amor Infinito y la possibilidad de participar en él o nuestra humanidad queda coja. O aceptamos la finitud personal (que no transpersonal) o no nos podemos llamar humanos. O aceptemos la partipcipación del amor o tampoco.

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