No hay dos Españas

Escribí este artículo en la unauguración de la primera legislatura de Pedro Sánchez. Sirve para explicar el porqué de la bronca permanente derechista, que no esmás que un tigre de papel.

GABRIEL JARABA

Cuesta entender que esa agresividad áspera que se muestra sin recato en el Congreso de los Diputados y sus aledaños comunicacionales, con su descaro despreciativo expresado de manera furibunda, haya sido aprendida en los colegios distinguidos a los que asistieron quienes así se comportan. En la formación de las élites no solamente se enseña a prevalecer sobre el resto de los mortales, sino a hacerlo con los modos necesarios para que las heridas fruto del conflicto se inflijan de otras maneras. No; los otrora alumnos y hoy diputados a quienes vemos producirse con semejante desparpajo ya traían sus modos puestos desde casa. Toda una vida particular y política no ha sido suficiente para que desaprendieran lo que se les había inculcado en familia: que han venido a este mundo a imponerse.

No es (sólo) la mala educación y las ganas de bronca lo que hemos visto compartido transversalmente por las derechas parlamentarias plurales en el debate de la investidura. Las actitudes que hemos presenciado no se producen únicamente por malos modos, sino por clasismo y por dinero. Ciertamente, hay un tonillo en la voz que se adquiere cuando uno se va acostumbrando a ir repartiendo órdenes al personal de servicio a diestro y siniestro, de modo que uno acaba por tratar a cualquier conciudadano como a sus fámulos.

Pero lo de ahora no es sólo indicativo de un mal que dimana de saberse superior en términos de poder a causa de herencia, cuna y pecunio. Es fruto de una idea de que todo te pertenece, tienes derecho a todo y todos deben estar sujetos a ti. Es la mentalidad que históricamente ha llevado a España al desastre, siglo a siglo. Es cuestión de dominio: de dominio impuesto, apabullante, que no debe ser cedido y que se ejerce en exclusiva. Pasan los siglos y esa estirpe que se siente llamada al mando y a la propiedad prevalece perpetuándose, y todas las oportunidades perdidas que España ha tenido para emerger de lo que un día fue un imperio, incluso cuando este ya iba desmigajándose, fueron frustradas por ese empeño cerril, del cual los malos modos que vemos hoy aflorar en sede parlamentaria no son más que pálida sombra delo que otrora fueron lanzas y horcas en acción.

Ciertamente la agresividad actual es impostada –hasta el más corto de las bancadas diestras sabe que el país necesita estabilidad y los ciudadanos la reclaman con su actitud y su voto—pero el trasfondo de desprecio es genuino y generalizado. La agresividad viene aderezada con el desprecio de quien se cree destinado no sólo a tener la última palabra sino impulsado a privar a los demás de la suya. Y ese afán de dominio se expresa con pugnacidad despreciativa, y no puede hacerlo de otro modo, cuando uno se siente propietario exclusivo no sólo del estado y el país sino de lo que este contiene.

Los tipos y tipas que estos días han estado profiriendo improperios y obsequiando desplantes a troche y moche ya no son los señores de horca y cuchillo que hicieron de España la reserva reaccionaria de occidente; son reaccionarios ellos también pero nada más que unos mandados. Pero conservan en sus entrañas y en su piel la marca de la estirpe. Esa marca adopta nombres distintos según el momento histórico, pero la voluntad de poder, imperio, dominio e imposición es la misma.

Hace siglos fue la limpieza de sangre y en la modernidad, el nacionalismo. Creíamos que el nacionalismo era por lo menos (y no es poca cosa) una pasión desenfrenada por lo propio y su contraposición con lo considerado ajeno. Pero hay más: el nacionalismo es una exigencia de sumisión dirigida a los propios nacionales, y su regla es la siguiente: cuando hay disidencia o por lo menos diferencia, se desencadena la reclamación de silencio, el acatamiento y la asimilación; de lo contrario, se producirá el conflicto, desencadenado por ellos, amagado o efectivo, conflicto permanente hasta que se produzca la neutralización de lo distinto.

Esto es lo que se muestra totalmente a las claras estos días en el Congreso de los Diputados: el recorrido de un hilo que atraviesa los siglos en forma de imposición de dominio y que no soporta la simple idea de ser desposeído de lo que considera propiedad suya aunque pertenezca a todos los ciudadanos. Es una actitud que vimos en la reacción de Marta Ferrusola ante la victoria del gobierno de izquierdas formado por PSC, ICV y ERC: el relevo de gobierno en la Generalitat a partir de unas elecciones legítimas la hacía sentirse como si hubieran entrado en su casa y la hubieran desposeído de sus pertenencias.

Las derechas que se sienten llamadas a imponerse a toda costa funcionan igual y el nacionalismo, sea español o catalán, es la forma política de llevar a cabo su objetivo de imposición. En el caso de Catalunya, el comportamiento resulta muy parecido si atendemos al avance del nacionalismo esencialista luego mutado en independentismo: silencio, acatamiento, asimilación, y si no, conflicto (trataremos de explicar esto con más detalle en un artículo posterior).

Sobre estas tensiones entre autoritarismo y democracia, entre pluralismo y asimilación a un poder único, se ha ido construyendo la idea de las dos Españas. Pero no hay dos Españas. Lo que hay es un déficit democrático que debe ser subsanado mediante el despliegue de la democracia mediante su última consecuencia, que es la alternancia de poder. Hay una España que se cree exclusiva en un designio de dominio y una ciudadanía que reclama el ejercicio de su derecho democrático para vivir con dignidad, estabilidad y prosperidad.

El espejismo de las dos Españas subsiste porque hay una melancolía engañosa en las izquierdas que también persiste, como la derechista, por lo menos desde la pérdida de Cuba y Filipinas, y que se ha expresado en la cultura democrática hispana en palabras de Antonio Machado, por cierto en tono tan trágico como el que emplean Ferrusola o Casado cuando temen verse desposeídos de lo que consideran suyo. Aquel “Españolito que vienes al mundo, te guarde Dios…”, por atractivo que fuera en su lirismo, era una condena a un destino trágico que una sociedad moderna y democrática está obligada a quitarse de encima, y lamento expresar así mi tibieza en asuntos machadianos.

No hay dos Españas. Hay una ciudadanía normal, que desea vivir en paz y progreso, y unas clases enquistadas en el estado y la propiedad extractiva que pugnan por perpetuarse en un dominio impropio. Unos y otros no son equiparables ni en cantidad ni comparables en actitud. La tarea de los demócratas debe ser precisamente terminar con las dos Españas; de hecho este ha sido un propósito con raigambre histórica, pero ahora nos hallamos de nuevo a las puertas de una nueva posibilidad en este sentido, estimulante porque cuenta con un inédito gobierno de coalición de izquierdas propiciado por nacionalistas al margen de la estirpe ancestral.

Los ciudadanos provistos de voto pero también de voz tienen una tarea muy concreta por delante, y ahora mismo: ayudar a que se desarrolle la acción de un gobierno demócrata de izquierdas. Es una tarea muy concreta que reclama también un cambio de actitud: dejar de lamentarse como lo hacía Machado y ponerse manos a la obra para que el fantasma de las dos Españas se desvanezca y la ciudadanía vaya aprendiendo a mirar con optimismo hacia el futuro y deje de estar presa de esa melancolía turbia que se esconde detrás del insaciable afán de dominio que expresa la rabia.

Publicación original: Catalunya Plural.

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