GABRIEL JARABA
Lo que creemos producto de la maldad puede ser a veces considerado un simple fruto de la estupidez. A menudo, consecuencia de la incompetencia, e incluso, con mayor frecuencia de lo que parece, producto de una combinación de los tres factores. Hablamos de mala suerte pero lo que parece casualidad es una combinación de esos tres elementos nefastos.
Las inundaciones de Valencia han podido ser ocasionadas por la maldad humana –construir donde se sabía que era zona inundable para obtener beneficios con la recalificación—pero basta la atribución de incompetencia al gobierno valenciano para comenzar a perfilar un posible retrato de la infamia. La naturaleza humana es así: la integridad y complejidad de la persona desdibujan los límites que podrían separar la malevolencia de la incompetencia. Hay incompetentes estúpidos pero también los hay malos, fatalmente combinados para cantar el bingo del desastre.
Esa extraña combinación de maldad, estupidez e incompetencia hacen del ser humano un ente fascinante. Siglos de filosofía han rebuscado en las cumbres de la excelencia los datos relevantes para concluir que el hombre es la cumbre de la creación para acabar cediendo ante los embates del nihilismo que derrumba cualquier pretensión de dignidad humana. Cada acto de maldad es un clavo más en el ataúd de ese hombre soñado como medida de todas las cosas, pero cada demostración de estupidez es asimismo signo de ese enterramiento. Estupidez y malevolencia no son idénticos por más que a veces arrojen resultados parecidos, pero ambos indican algo característico del hombre: su magnífica libertad que le concede la opción de caminar en dirección contraria a la grandeza que podría alcanzar.
El budismo y cierto progresismo coinciden en negar la existencia real del mal y atribuyen a la ignorancia los desastres que este causa. Algunos creemos que el mal, además de banal, responde a una ontología cuyo origen y naturaleza dejamos a la reflexión de las mentes pensantes. Pero podemos estar de acuerdo en que, como en una peculiar navaja de Ockham, no hay que atribuir al mal lo que puede ser explicado por la simple estupidez. Y la estupidez debería pagarse, por lo menos en las urnas. Pues se trata de algo tan mundano y a ras de suelo como la incompetencia, una y otra identificables en el campo de lo común. Dejemos pues el mal para los moralistas y los justicieros y tengamos en mente la dichosa estupidez como guía para la próxima jornada electoral que nos toque.