Los nombres de pueblo y por qué me llamo Gabriel

Ya no se usan los llamados nombres de pueblo. A mí me pusieron un nombre más fino y explico, bromeando, la razón

GABRIEL JARABA

Mi abuela materna se llamaba Matilde, y la de mi mujer, lo mismo. Dos Matildes en un mismo tronco familiar coetáneo es algo que tardaremos en ver. Ahora las niñas se llaman Alba y los niños Pol, con una generación previa de Marcs y Evas. Ha habido muchos Kilians y pocas Yolandas saben que su nombre es también Violante, la señora de Hungría que se casó con Jaime el Conquistador y fue reina de Aragón. A los cubanos les parecen maravillosos los nombres postcristianos de sus damas, como Marysleisis, Yudelkis o Anirulis. A las gentes de ahora Matilde nos suena a antiguo, a nombre de abuela, y el mismo en alemán nos resulta más interesante quizá por exótico: Mechthild.

En muchas regiones de la España rural abundan nombres que se consideran feos y se les llama nombres de pueblo. A la gente no sólo le parecen anticuados sino risibles: Hermógenes, Gumersindo o Liduvina. Algunos se los cambiaron o escondieron, como una vecina nuestra que se llamaba Apolonia y se hacía llamar María Elena. Apolonia, con un nombre que remitía al dios Sol, había sido vedette en un cabaret de Beirut, cuando el Líbano era la Suíza del próximo Oriente, y sabía tocar el buzuki, el instrumento popularizado por el sirtaki de Zorba el Griego.

Esos nombres supuestamente jocosos les fueron puestos a muchos personajes de los tebeos de Bruguera, en los 50 y primeros 60. Como Heliodoro Nevera, Sandalio Pegamín o, ya rizando el rizo, Pantuflo Zapatilla y doña Jaimita, los padres de Zipi y Zape. Las hermanas Gilda eran Hermenegilda y Leovigilda, nombres que apelan a la fortaleza porque acaban con la terminación germánica hild, que significa batalla. Lo mismo que con Matilde, Jaimita es Jamie en inglés, nombre que por siglos sea loado en la persona de Jamie Lee Curtis.

A mí me gustan estos nombres que se dicen antiguos y son permanentes por históricos. Nadie se atreve a llamarse Sisebuto y ni siquiera Sisenando, aunque sean reyes godos. Un joven proveniente del gotha hispano se llama Froilán y eso es porque a la gente pastosa le importa un comino lo que se piense de ellos. Pero los que ostentan nombres dichos de pueblo son gente modesta y educada que no desea llamar la atención. Mi hija se llama Lavinia porque era el trasunto con el que el poeta Salvador Espriu identificaba a Barcelona, nombre de matrona romana que aún se usa en el Reino Unido. La niña, cuando era pequeña, cuando le preguntaban cómo se llamaba respondía, lacónica y prudente: Ana.

Un servidor se llama Gabriel, nombre de arcángel, y encima el de mi ramo, la comunicación, cuando no había demasiados con ese apelativo y a los garbanzos se les llamaba gabrieles. Me llamo así por culpa de un peón de ferrocarril y un burro lento, y les contaré la historia.

Mi abuelo Antonio, factor de una estación de tren de la MZA, la que fuera famosa línea Madrid-Zaragoza-Alicante, antes de que existiera la Renfe, acababa de tener un hijo y su esposa había fallecido en el parto. Sólo tenía un hermano mayor, Antonio, y el resto chicas, él era el pequeño. Mi abuelo quiso para él un nombre elegante y decidió bautizarle como Gabriel. Como no podía abandonar su puesto de responsabilidad en la estación encargó a un peón que se trasladara hasta el juzgado para inscribir al recién nacido.

El peón, como tantos entonces, no sabía leer ni escribir, de modo que el factor que era mi abuelo le dijo que memorizase el nombre: Gabriel, Gabriel, Gabriel. El buen hombre montó en un burro y hacia el juzgado. El asno era un poco remolón y lento, y el peón, a lomos del jumento, se iba repitiendo mentalmente, Gabriel, Gabriel, Gabriel, a falta de una nota escrita que se lo recordase. Al llegar al juzgado procedió al trámite, y en el momento de indicar el nombre del neonato, titubeó: se le había ido el santo al cielo. “Bueno, pues… era algo así como de un ángel… pero no me acuerdo ahora mismo”. El funcionario lo resolvió por las bravas: le pondremos Ángel y ya está, sello y firma.

El peón regresó a la estación compungido pero no se atrevió a confesar su fallo. “Qué, ¿ya has inscrito al niño?”. “Sí, señor, ya está el trámite hecho”. Y aquí paz y después gloria. Mi padre fue llamado Gabriel por todos sus familiares y amigos durante todos aquellos años… hasta que le llamaron a filas para combatir en el ejército de la República Española, con una comunicación que correspondía a un tal Ángel Jaraba Vela. “¿Pero quien es ese Ángel, rediez?”, exclamaba la familia entera. Nadie se lo imaginaba hasta que mi abuelo, en un destello de luz, llamó al peón caminero de la estación, quien confesó lo del santo al cielo, el burro lento y el funcionario expeditivo. ¡Acabáramos! Mi padre partió a la guerra pero mi aragonesa y tozuda familia paterna le siguió llamando Gabriel toda su vida.

Cuando nací yo mi padre Ángel fue personalmente al registro civil para inscribirme como Gabriel, sin delegar en nadie. “Así no habrá equivocación posible, ni peón ni burro ni narices”. Cada vez que me llamaba por mi nombre, que debía haber sido el suyo, se le iluminaba la cara. Jodó, como decimos los maños.

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