Por Gabriel Jaraba
(Artículo publicado en el blog de La Liebre de Marzo).
Basta con mencionar la frase “libros de autoayuda” en algún ambiente ilustrado para que se desencadenen dos reacciones: desprecio o irritación. La primera es comprensible, pues existe la paradoja de que muchísima gente leída es reticente a aceptar las novedades que no se ajustan a unos parámetros construidos y adoptados larga y trabajosamente. La segunda me resulta muy curiosa; ¿de dónde surge esa irritación sorda, a veces verdadera furia, que se da ante propuestas que, en puridad, abogan por la mejora de las condiciones de vida de las personas y animan a tomar el destino de cada cual en las propias manos, tratan de combatir el pesimismo y la rendición ante la adversidad? ¿A qué viene esa irritación de los progresistas ilustrados ante las propuestas de fondo que subyacen en los libros de autoayuda? ¿No habíamos quedado en que la modernidad consistía, precisamente, en que los ciudadanos tomasen las riendas de sus vidas y de que no existiesen mediaciones que interfiriesen en la voluntad libremente asumida? Uno había llegado a creer que el mismo hecho de leer llevaba implícita una actitud de “autoayudarse”, es decir, de prescindir de cualquier mediación autoritaria ajena al libre ejercicio de la autorreflexión a partir de lo leído y la consiguiente toma de decisiones de modo estrictamente personal. Se vé que no, y de ahí mi perplejidad. Salta a la vista que hay un desencuentro cultural entre la cultura crítica de matriz europea y el pragmatismo anglosajón que subyace en la (mal) llamada literatura de autoayuda. Aunque algunos creen a ésta hija de la new age, lo es en realidad del new thought, corriente filosófica del siglo XIX que primero se llamó ciencia de la mente, y que propugna una experiencia directa del Creador sin necesidad de intermediarios. El new thought o nuevo pensamiento, próximo a algunas corrientes del revivalismo evangélico americano, pone gran énfasis en que es el pensamiento lo que da origen a la experiencia, y de ahí su acento en la meditación, así como en una actitud positiva y en el uso de las afirmaciones. Pero es mucho más profundo que todo eso: leyendo a una de sus figuras más señeras, Neville Goddard, uno se topa de bruces con un gigante espiritual que si alguien tiene reparos en equiparar a Ramana Maharishi o a Jiddu Krishnamurti será por la reticencia a admitir que occidente también produce mentes iluminadas; en él hallamos la inconfundible huella de la no dualidad, o advaita vedanta, bajo un atractivo barniz cultural cristiano reformado y librepensador a la vez. Tal desencuentro, sin embargo, surge de unas raíces más profundas que el enorme desconocimiento que la mirada popular europea tiene de Norteamérica (ese país de ignorantes paletos que dedica a sus universidades una cantidad de dinero equivalente a la totalidad del producto interior bruto de la Unión Europea). Los Estados Unidos nacieron como un acto de huida de la Europa que impedía la libertad de culto y ahogaba la expresión del individuo. Cuando unos y otra hicieron sus revoluciones democráticas, la primera consagraba el individualismo creador y la segunda, en Francia, hacía lo propio con un estado centralista con vocación de inmiscuirse en las vidas de sus ciudadanos. En lo sucesivo, se acusaría a la cultura norteamericana de colonizar a las de los demás países, pero lo cierto es que las culturas ilustradas occidentales no anglosajonas han sido colonizadas por el espíritu del estatismo e institucionalismo francés, cuando de Estados Unidos no han hecho otra cosa que adoptar formas superficiales de cultura pop que han dejado intacta la raíz del pensamiento ilustrado europeo: la sujeción a la norma y a su encarnación mediante una institución, sea ésta oficial o consuetudinaria (para ver cómo se escribe una palabra, nosotros consultamos un diccionario producido por una academia institucional, ellos echan mano de uno creado por un editor privado; allí no existe normativa institucional sino consenso de uso). Véase el sumo gusto que tiene el libertario Arturo Pérez Reverte de formar parte de la Real Academia. A los progresistas europeos que reniegan del individualismo pragmático americano les repatea el hígado tal acusación, pero, y ustedes perdonen, la realidad es que América ha producido a Ralph Waldo Emerson y Henry David Thoreau y Europa… a Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir (¿cuánto ha durado en el candelero el testimonio ejemplar y luminoso de Vaclav Havel?). Claro que si tenemos en cuenta de que la siniestra pareja son considerados el súmmum de lo libertario, no hay más que hablar. Mientras la new left surgida en los campus de Berkeley promovía a Jerry Rubin y Allen Ginsberg, en la Rive Gauche triunfaba La cause du peuple, un periódico que reflejaba las bases ideológicas del experimento genocida que fue la revolución cultural china. Las gentes de izquierdas de cierta edad, en nuestro continente, no tienen reparos en sentirse hijas de quien expresó la náusea de vivir y dictaminó que “el infierno son los otros”. ¿Y eso qué tiene que ver con la autoayuda, oiga, dirán ustedes? Pues todo, la verdad. Lo que ahora llamamos autoayuda es una versión para todos los públicos del pragmatismo anglosajón pasado por el optimismo hippie. Estados Unidos huyó de Europa porque sabía cómo se las gasta la civilización del viejo continente (véase la purga de caballo que el consorcio francoalemán aplica a la crisis económica y los ilustradísimos miramientos con que impone su diktat). Su optimismo emprendedor no es un rasgo exclusivo de su capitalismo, sino que es compartido por toda su estratificación social: ahí están las canciones arrolladoramente alegres de Pete Seeger, que no son tonadillas ingenuas sino himnos de batalla cívica y sindical. Seeger, por cierto, forma parte de la única iglesia del mundo que admite ateos, la Unitarian Universalist Association. Y Europa se da de menos de ese optimismo porque a su vez no le perdona la combinación de éxito científico-técnico con soft power pop. El desprecio a la autoayuda es, pues, un nuevo rechazo del soft power en su última forma cultural. Ahora ya no se puede renegar del rock, de los pantalones tejanos, ni siquiera de la televisión popular. La última frontera la marca pues la autoayuda, ante la cual el intelectualismo racionalista aún puede sacar pecho. Pero, ¿y esa furia, esa irritación profunda que sobreviene una vez se ha manifestado el desprecio del vil género literario de la autoayuda? ¿De dónde proviene la amargura que le subyace? De la misma fuente de la que brota el rasgo distintivo de la intelectualidad crítica europea: un tenebrismo pesimista que ha suplantado al optimismo creativo de la revolución democrática y al deseo de la experiencia vital propio del romanticismo (título del último libro del gran Tony Judt: “Todo va mal”). El espíritu que inspira la autoayuda no es el del capitalismo neoliberal que desea hacer del ciudadano un individuo inerme ante las fuerzas económicas sin gobierno colectivo, sino el de la tensión romántica que llevó a Lord Byron a ser el primer brigadista internacional, por la independencia de Grecia, y a Mary Wollstonecraft Shelley a filosofar sobre las raíces de la vida y la condición humana en Frankenstein. Desconectados de las raíces que nos vinculan al gozo de la vida y al sabor de la libertad, lo que queda son las circunvalaciones conceptuales de un pensamiento que se quiso crítico y que ha devenido tristemente cínico. Escúchense las críticas de la derecha cavernaria al movimiento de los indignados y percibirán, con otros motivos y en tono distinto, la misma amargura e idéntico desprecio. La furia de la frustración ante la simple mostración de que la gente quiere ser libre. Blog sobre Neville Goddard en español: http://nevilleenespanol.blogspot.com/ Neville Goddard en la Wikipedia, en inglés: http://en.wikipedia.org/wiki/Neville_Goddard Libros de Neville Goddard digitalizados: http://www.archive.org/search.php?query=neville%20goddard\»>La Liebre de Marzo</a>).