Joan Manuel Serrat y Salvador Escamilla.
La revista Política & Prosa publica este septiembre un dossier especial sobre Joan Manuel Serrat, con un editorial y artículos de Gabriel Jaraba, Nacho Para, Rosa Massagué y Luis Cabrera. El acceso es mediante suscripción pero podéis leer aquí mi colaboración entera.
GABRIEL JARABA
En enero de 1959 el boletín Germinabit, portavoz de la escolanía de Montserrat, publicaba el artículo de un joven Lluís Serrahima, hijo del notable abogado y escritor democristiano Maurici Serrahima, titulado «Ens calen cançons d’ara» en el cual reclamaba que resurgiera una corriente de canción en catalán, moderna y popular, que le devolviera al público la costumbre de cantar tonadas en esta lengua. Justo entonces llegaban a España los ecos de una revolución cultural todavía insospechada: la combinación de música rítmica, discos microsurco, difusión de éxitos por radio y nuevas costumbres jóvenes en el entretenimiento. En Barcelona, sin embargo, había desaparecido cualquier rastro de música juvenil, ocupados ahora los cabarets por artistas al servicio de los estraperlistas enriquecidos y sus acompañantes, y olvidadas las orquestas de los años 30 seguidas por los jóvenes que acabaron en el frente, como Demon Jazz, Crazy Boys y Jaime Planas y sus Discos Vivientes: la guerra también había matado el jazz y los chicos y chicas de los 50 y 60 no tenían ni idea de quién eran las orquestas de sus padres, derrotadas como ellos.
Ese mismo 1959, uno de los músicos veteranos que quedaban de la esmirriada industria musical catalana, Josep Casas Augé, director de orquesta, arreglista y compositor, vinculado a la discográfica La Voz de su Amo, intenta obtener permisos para hacer grabaciones de música moderna en catalán. Consigue dos, con la condición de que la cubierta de los discos y la presentación de los cantantes estén impresas en castellano. Se trataba de Josep Guardiola, solista de moda en los festivales de canción veraniegos, y de las Hermanas Serrano, muy populares interpretando éxitos internacionales a dos voces.
Los discos se publican, pero sin ningún éxito: en los años 50 se han comenzado a editar grabaciones en catalán, pero limitadas de cuentos infantiles, sardanas o danzas folclóricas, adquiridas por los padres de familia de clase media; Serrahima, Miquel Porter y sus amigos pensaban en otra cosa cuando pedían «canciones de ahora». No se trataba solo de la lengua, sino de la novedad. Guardiola y las Serrano cederían su puesto a Elvis Presley y, en cualquier caso, aquellas versiones en catalán aún no eran «nuevas». Las chicas de 13 a 15 años eran el público natural de lo que podríamos llamar «movimiento discográfico» y repartían sus favores entre el Dúo Dinámico y Marisol, y más tarde Adriano Celentano, Cliff Richard y The Shadows. De los discos americanos o ingleses no llegaban los originales y eran los festivales de conjuntos rítmicos los que hacían el papel de animadores de un verdadero movimiento generacional de fans, como por ejemplo los Sírex, Lone Star, Mustang y Salvajes. Los domingos por la tarde se fue extendiendo la costumbre de celebrar fiestas para bailar con discos, y allí las reinas eran las adolescentes que habían conseguido que sus padres les comprasen una maleta tocadiscos portátil con la que hacer sonar los discos de moda para sus amigos.
Un joven valenciano
Parafraseando el dicho del economista, «¡fueron los discos, estúpidos!» Ese mismo 1959, Miquel Porter, Lluís Serrahima y sus amigos debutaron con el colectivo Els 16 Jutges, con la intención de ir extendiendo un movimiento de «nova cançó catalana» y empezaron a actuar ante audiencias muy limitadas en centros parroquiales o comarcales. Todos aficionados, buscando complicidades con un público muy reducido, de edad y gustos musicales diferentes de las niñas de los tocadiscos. Había la música llamada «ligera», de baile o imitación de los éxitos extranjeros, y luego un reducto catalanocantante que se presentaba como amateur y resistente. Desde luego, señores como Josep Maria Espinàs, Delfí Abella o Enric Barbat no serían los ídolos de jovencitas de clase trabajadora que, como máximo, aspiraban a taquimecanógrafas cuando Guillermina Motta debutaba con canciones intelectuales francesas.
De repente, se presenta en Barcelona un joven valenciano, estudiante de historia, hijo de un carpintero, que toca la guitarra, pero también la flauta en las bandas del país, de quien, cosa curiosa, se oculta que tiene experiencia comodisc jockey radiofónico y una buena cultura musical en blues y rock. No se presenta con su nombre, Ramon Pelejero Sanchís, sino como Raimon, y los moderadísimos «jutges» se quedan con la boca abierta al ver como la abre él: mostrando, como ha dicho recientemente el artista, que la gente podía ser libre.
Un disco marcó la diferencia, un extended play (EP) con Al vent y tres canciones más en el cual Raimon aparecía, con voz e imagen (foto de Oriol Maspons y cubierta de Jordi Fornas) recordando a los young angry men del free cinema británico o de ciertos sectores existencialistas de la rive gauche parisina. Entre un disco de los Sírex y otro de Celentano, el disco de Raimon empezaba a aparecer en los álbumes de las jovencitas, y sus hermanos y primos se sacudían la modorra y las acompañaban a los recitales de aquel joven valenciano que gritaba, en el Fòrum Vergés o en la Aliança del Poblenou, para celebrar el éxito de la revista de barrio Quatre Cantons.
Aquel disco distinto marcó una nueva era. Aparecía un público que daba la cara y se hacía presente. Tanto fue así que en septiembre de 1963, solo cuatro años después del artículo de Germinabit, una pieza en catalán ganó el festival de la canción del Mediterráneo, cantada por Raimon y Salomé, una chica surgida de los ambientes musicales barceloneses semiprofesionalizados en torno a las fiestas mayores y los cabarets. Era Se’n va anar, compuesta por un músico «serio» y catalanista, Lleó Borrell, y un poeta de vocación popular, Josep Maria Andreu. Contra todo pronóstico, la canción ganó por el voto del público gracias a los activistas nacionalistas organizados al efecto, con tanto impacto que nunca más una canción en catalán ganó ningún otro festival comercial.
La tolerancia desaparece
Se trataba de un juego de posibilismos entre el Estado franquista y los sectores nacionalistas que después serán conocidos como pujolistas. Los primeros fingían que permitían la publicidad de la lengua catalana y los segundos procuraban contener las expresiones y minimizar o disimular la protesta. Una lectura literal de los textos de la «nova cançó» nos muestra un encadenamiento de sobrentendidos y alusiones que una complicidad creciente con el público hace pasar por actos de protesta. La inteligencia de Raimon le induce a escoger a Salvador Espriu como poeta para musicar en aquellas circunstancias, haciendo un trabajo de calidad duradera de cara al futuro y definitorio de un estilo artístico insólito en el país. Pero cuando el repertorio en escena pasa por piezas como Diguem no la tolerancia desaparece y el artista es multado y represaliado: las autoridades saben perfectamente que presta apoyo económico a Comisiones Obreras.
Entre posibilismos y represión, la «nova cançó» va ocupando un espacio importante en el entretenimiento realmente existente. A ella se incorporaban, por un lado, personas con inclinaciones poéticas y, por otro, artistas con vocación de entretenimiento que valoraban la normalización del catalán en ámbitos populares. Un hallazgo singular fue la aparición del programa Radioscope, un magazine matinal de Ràdio Barcelona, dirigido y presentado por Salvador Escamilla que, asimilado a los entretenimientos femeninos y familiares, se convirtió enseguida en una plataforma de difusión insospechada.
Radioscope se situó en el centro del panorama de la «cançó» catalana. Escamilla, actor de teatro y cantante melódico muy notable, hizo una versión de mucha calidad de la banda sonora del film West Side Story y se convirtió en un líder popular del movimiento. En la radio y con un programa diario supo llevar el posibilismo hasta las últimas consecuencias con habilidad y modestia, y el terreno ganado por Se’n va anar ya no tuvo marcha atrás: Raimon y sus compañeros, como Francesc Pi de la Serra, Guillermina Motta, Núria Feliu o Magda se iban dando a conocer ante un público popularísimo propio de la radio comercial, al cual difícilmente accedían desde otras emisoras más controladas oficialmente.
Aquellos discos «diferentes», elaborados con calidad sonora, musical y gráfica ya eran algo más que un entretenimiento adolescente. Habíamos pasado del festival del Mediterráneo o los recitales de Raimón y los Jutges al concierto de los Beatles en la Monumental, presentados por… Torrebruno. A la salida del recital, los fans de los fab four, de una media de edad de 15 años —era junio de 1965—, fueron violentamente apaleados con sables por una compañía de policía armada a caballo sin mediar ninguna protesta o disturbio. Apuntarse a aquel movimiento de canciones empezaba a ser visto de un modo especial.
Un chaval de veinte años
Un buen día, Salvador Escamilla se encontró en las manos una joya inesperada. Un joven estudiante de peritaje agrónomo en la universidad laboral de Tarragona que por origen y formación poco tenía que ver con los miembros de los Jutges, aunque formara parte de ellos. Cara de buen chico y voz temblorosa, canciones románticas pero contenidas y calidad poética. El locutor, un hombre de orígenes modestos como él, le echó el ojo a la primera: allí tenía el unicornio blanco que necesitaba, y se llamaba Joan Manuel Serrat Teresa, vecino de la calle Poeta Cabanyes del Poble-sec.
Nada volvió a ser igual en la «nova cançó». De repente, todas las piezas encajaban. Aquello ya eran «canciones de ahora», canciones «normales», no surgidas de ningún estudio de compositores de encargo ni de firmas discográficas, sino canciones que respondían a los valores de autenticidad, espontaneidad y naturalidad que, con otro estilo y orientación, celebraban la alegría de vivir como lo hacían los Beatles. Los álbumes de discos EP de las adolescentes respondieron: había una gran diferencia entre tener los discos de Serrat o ignorarlos, y los discos los tenían no, o no solo, porque fuesen en catalán, sino porque eran rematadamente buenos.
En 1967 los dos discos más vendidos en la lista de éxitos de El Corte Inglés fueron los que contenían Canço de matinada, un himno a la naturaleza del cantante del Poble-sec, y Cançó del noi dels cabells llargs de «Els 3 Tambors», un manifiesto pacifista del primer grupo catalán de rock folkeléctrico y melenudo. Los discos ya no se vendían por militancia, sino porque entusiasmaban al público.
La «nova cançó» catalana ya era normal (con Franco y con penas de muerte pendientes de firmar). Porque el estudio de Radioscope era de cara al público y al mediodía las jovencitas salían antes del colegio para ir a ver en directo a Joan Manuel, un chaval de veinte años que quería ser cantante profesional y que se había resistido a hacer lo que le recomendaba la discográfica: grabar versiones en catalán de Charles Aznavour. Los mandarinatos culturales ya no funcionaban, pero entonces todavía no nos habíamos dado cuenta.