El Dioni en el Louvre

A uno no le interesan tanto los Dionis del Louvre en sí sino la corriente de simpatía que han despertado. Los contrahéroes actuales han de ser defectuosos y toscos.

GABRIEL JARABA

La gente se ha tomado a choteo el reciente robo del Louvre a causa de una mezcla de osadía, descaro y economía de medios empleados por los cacos. Aparece aquí la inveterada admiración por los pícaros de todos los tiempos que desde el Siglo de Oro han dejado una huella en el subconsciente colectivo de los españoles. A uno le viene a la memoria la imagen de El Dioni, segurata mutado en atracador que, “sin hacerle daño a nadie”, como le cantó Sabina, se hizo con una pasta para pateársela en gozos y vicios diversos. Al Dioni hubo que seguirle la pista hasta Brasil mientras que a los choros del país vecino los han trincado en un par de días; tan buenos no debían de ser.

A uno no le interesan tanto los Dionis del Louvre en sí sino la corriente de simpatía que han despertado. Con los tiempos que corren basta con una transgresión un poco osada para que muchos se reconozcan en ese atrevimiento y piensen que si fueran capaces de algo semejante otro gallo les cantara. Se trata de una reverencia de carácter religioso, pues sabido es que la religión es el opio del pueblo. Que cada tiempo adopta la religión que le conviene y en esta época rara  las dosis narcóticas disponibles son escasas como lenitivo de un vacío doloroso que lo inunda todo. Como ya no creemos en el progreso los héroes a los que admiramos son ahora más bien modestitos, trastocados en perdedores a los que por una vez la virgen les ha venido a ver y la suerte les ha obsequiado con un pleno al quince.

Así vivimos, pues, mecidos por los avatares imprevisibles de la fortuna y abandonados a un vaivén sin sentido. Es así que los nuevos héroes actuales adquieren su verdadera dimensión, la de unos perdedores que por una vez se hacen con un vellocino de oro de pacotilla aunque sigan siendo unos Cacos Bonifacios con chamba.

Nos identificamos con los Dionis del Louvre y nos alegramos de su descaro porque en el fondo somos como ellos. Abandonados nuestros sueños y habiendo renunciado a nuestras ilusiones, nos gustaría tener el atrevimiento de pegar un palo y que nos saliera bien. Pero somos lo que en épocas del fascismo italiano se llamaba “l’uomo qualunque”, el hombre cualquiera, que quisiera ser famoso pero sin pagar el precio de la fama. Nos hacemos modelos a medida y admiramos a los jetas precisamente porque nosotros lo somos también. Por eso los contrahéroes actuales han de ser, digamos, defectuosos y toscos: los del Louvre usaron una escalera de mudanzas y el Dioni llevaba peluquín.

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