Escrito por JOSEBA LOUZAO
Doctor en Historia, investigador de la historia de la religión
En noviembre de 2020, el filósofo Diego S. Garrocho publicó una tribuna en El Mundo en la que se cuestionaba sobre la presencia de los cristianos en un escenario marcado por las guerras culturales. Como Garrocho se preguntaba desde el mismo inicio, ¿dónde están los cristianos hoy? En el fondo, buscaba comprender los motivos por los que no existían intelectuales cristianos visibles y reconocibles. La discusión no tardó en surgir en ambientes eclesiales. Se fueron organizando algunas conversaciones en el ámbito académico y fueron apareciendo docenas de textos que intentaban dialogar con Garrocho o proponer una manera de estar en el mundo para los católicos. Era la prueba de que existía una preocupación generalizada sobre el lugar y el papel de la Iglesia católica en la conversación pública española.
Este debate se sumaba a los ecos del generado unos años antes por Rod Dreher, un cristiano ortodoxo norteamericano, con su apuesta por La opción benedictina (Ediciones Encuentro) como estrategia de supervivencia para el cristianismo en una sociedad que caracterizaba como postcristiana. Estos planteamientos fueron discutidos desde la misma publicación de su ensayo en 2017. Tomando como punto de partida algunas de las reflexiones sobre el desacuerdo moral de las sociedades modernas de Alasdair MacIntyre y el ejemplo histórico de san Benito de Nursia, Dreher proponía una especie de repliegue de los cristianos hacia comunidades contraculturales basadas en la fe. Para muchos de sus críticos, aunque Dreher haya rechazado este tipo de lecturas, se trata de una apuesta por generar procesos de <em>guetización</em> y una huida de la realidad para proteger la identidad propia. En Francia,<strong> </strong>la iniciativa inmobiliaria <em>Monasphère</em> ha buscado hacer realidad esta opción benedictina.<strong> </strong>La idea es sencilla: construir o rehabilitar casas en los contornos de algunos monasterios para constituir comunidades cristianas que puedan generar apóstoles que evangelicen el país.
Diálogo entre fe y cultura
Estas polémicas han vuelto a situar en el centro de la conversación eclesial debates sobre las distintas formas de entender la relación de la Iglesia con el mundo o el diálogo entre la fe y la cultura de su tiempo. ¿Dónde está la Iglesia católica hoy? ¿Dónde están los intelectuales? ¿Dónde están las voces de los obispos? No es extraño que en muchas de estas confrontaciones se ponga constantemente en juego los ejemplos del pasado y comprensiones concretas de la historia. Desde todas las posiciones, y no creo que pudiese ser de otra forma, se recurre al pasado para ejemplificar lo que está mal o lo que se puede imaginar como un ideal para el cristiano.
Subrayo esto como un posible aviso para navegantes críticos. Si bien soy historiador y acabo de publicar Breve historia de la Iglesia católica en España (Libros de la Catarata), no creo que mi mirada sea superior o más comprensiva que la de las personas que han participado de esta disputa con anterioridad. Ni me arrogo tampoco una capacidad de análisis fundamentada en una falsa razón histórica. El punto de partida es la constatación de que, por una u otra razón, cada vez es más evidente que la insatisfacción crece entre las distintas sensibilidades eclesiales sobre el papel que juega la Iglesia en la actualidad. Por lo tanto, quizá sea más importante intentar explicar cómo y por qué estamos donde estamos que proponer un modo católico de estar en el mundo. Para eso tiene el catolicismo cientos de sabios doctores.
Lo primero será mirar hacia el cambio religioso que se desarrolló en los largos años 60 del siglo pasado. Estas tendencias se han mantenido a lo largo de los años que llevamos del siglo XXI. El descenso de personas que se reconocen como católicas ha sido vertiginoso en nuestro país durante el último medio siglo. A modo de ejemplo, en 2022 solamente un 56% de los encuestados se identificaba como tal en el barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas de diciembre. Habitualmente los católicos que se consideran no practicantes casi duplican a los que sí. Si cruzamos estos datos con los electorales surge un paisaje bastante plural dentro del voto de los católicos, que se encuentran repartidos por todo el espectro político y el panorama no encaja con el estereotipo del votante católico acostumbrado.
La caída es mucho más significativa entre las generaciones más jóvenes. En la mayoría de las encuestas entre los menores de 35 años, el número está rondando ya una sola cifra. La tasa de ruptura de la transmisión de la fe entre los católicos españoles es de las más altas de Europa. La exculturación de la tradición católica es un hecho que aparece, una y otra vez, en las preocupaciones de cualquiera de los análisis pastorales que se han producido en el interior de la Iglesia desde, al menos, la recepción de la propuesta de la nueva evangelización de Juan Pablo II. Y esto no puede extrañarnos. Cada vez son más quienes, como demuestra un reciente estudio internacional de valores encargado por el BBVA en 2019, creen que la religión no responde a las cuestiones importantes a los que se enfrenta una persona.
Este proceso también ha impactado con fuerza sobre la práctica sacramental. Según los datos del Instituto Nacional de Estadística de 2021, solamente uno de cada diez matrimonios es católico. Lo mismo sucede con la celebración del bautismo o de la primera comunión. El número de católicos que señalan asistir a misa semanalmente son una muestra pequeña de todo tipo de encuestas. La fragmentación e individualización, junto a un peculiar bricolaje religioso que aúna creencias de diferentes tradiciones espirituales, conforman la experiencia de muchos católicos que no sienten la necesidad de participar de la vida sacramental de la Iglesia. Este es, además, un modelo de creyente que avanza dentro de todas las tradiciones religiosas a nivel global. Como contraste, la religiosidad popular en España sigue siendo un espacio de participación amplio y diverso, como se puede observar en romerías, peregrinaciones o procesiones de Semana Santa. Entre todas estas prácticas devocionales destacan las múltiples advocaciones marianas, que aún mantienen un grado significativo de devoción como referencia comunitaria local o regional. Este tipo de religión cultural hace que el catolicismo perviva como afirmación de una memoria tradicional, que alimenta el capital simbólico de diferentes autoidentificaciones sociales. Y se intenta aprovechar políticamente desde el lado conservador.
Un cisma soterrado
Detrás de estos datos, tal y como lo definió en 2002 el filósofo católico Pietro Prini (El cisma soterrado. El mensaje cristiano, la sociedad moderna y la Iglesia católica, Pretextos), se vislumbra un cisma soterrado. Sirviéndose de la realidad italiana, Prini señalaba que existía una escisión irremediable entre la doctrina de la Iglesia católica y la conciencia de los católicos. Muchos creyentes, al final, terminan por rechazar algunas de las enseñanzas de la Iglesia, especialmente en el ámbito de la moral sexual, por considerarlas incapaces de responder a este tiempo. Es más, algunos de ellos creen que sus posicionamientos no entran en contradicción con los principios morales cristianos. Para este pensador, la ruptura se podía considerar como soterrada, porque no conllevaba la generación de otra estructura eclesial. La disconformidad era silenciosa y sin excesivos conflictos.
Este alejamiento de la autoridad del magisterio de la Iglesia y de los pontífices no puede desgajarse tampoco del proceso de desinstitucionalización creciente y desafiante en un marco más general que atraviesa a toda la sociedad. De nuevo, las encuestas de opinión nos muestran un panorama donde las instituciones están sufriendo los embates de la falta de credibilidad y de confianza en su capacidad para responder a las necesidades del momento. Para la Iglesia católica, que lleva décadas intentando sortear esta zozobra, los resultados son más severos. Algunas de las respuestas que se dieron a las denuncias sobre abusos en medio planeta tampoco han ayudado a mejorar la imagen de la Iglesia y su credibilidad ética ante la opinión pública.
A todo ello habría que sumar otro cisma soterrado dentro de la propia jerarquía eclesial. Si bien la mayoría de los católicos viven al margen de estos conflictos, llenan páginas de prensa y crean un clima de desconfianza e intrigas que no ayudan a restaurar la confianza perdida. Y es que la fuerte oposición al pontificado del papa Francisco nace en el propio seno de la Curia y de algunos miembros del colegio cardenalicio que pretenden perturbar la agenda reformista del pontífice. Si el primer cisma soterrado era silencioso, el segundo es más bien escandaloso. Porque en la sociedad del espectáculo en el que vivimos no hay nada como buenas historias de conspiraciones dentro de los muros de la Ciudad del Vaticano. Hay cosas que nunca cambian. El Concilio Vaticano II inauguró un nuevo tiempo en la historia de la Iglesia marcado por la tensión entre la esperanza y la crisis. Sacando la brocha gorda podríamos hablar del surgimiento de dos sensibilidades dentro de la Iglesia católica –aunque siempre habrá grises y perfiles que no pueden encajar en estos dos posicionamientos-: aquellos que piensan que la Iglesia debe cambiar para adaptarse a un mundo en transformación y los que consideran que los cambios que se han producido desde el Concilio han deteriorado el legado tradicional de la Iglesia.
En sus contradictorios exámenes de la situación, parece que las dos sensibilidades gastan más esfuerzos en entender qué ha hecho mal la Iglesia lo que, en demasiadas ocasiones, obliga a buscar culpables entre los del otro lado de la sima. Aunque, en el fondo, sepamos que el fenómeno es multicausal. Hay quien considera que Francisco está cambiando pocas cosas y quien cree que los cambios están haciendo estallar el depósito de la fe. Quizá el principal problema de la era Francisco sea que, más allá de los gestos y las declaraciones, ha abierto muchos temas sin llegar a cerrarlos nunca del todo. Las tensiones ya existentes dentro de la comunidad eclesial no han ayudado a normalizar el conflicto y deja tras de sí un reguero de incertidumbre y de desconcierto. Eso sí, el carisma de Francisco también ha ayudado a que el pontífice se haya convertido en eso que en un tiempo se describió como un poder blando, lo que algunos autores han llamado como «mediador ético primario». Este planteamiento ha ayudado a que, como subraya Andrea Riccardi en su ensayo La Iglesia que arde (Arpa Editores), el anticristianismo está desapareciendo del debate público como el último prejuicio aceptable. El programa de la conversación de Francisco con unos jóvenes, que estrenará en unos días Disney+, es más que una mera anécdota en este sentido.
Dónde está la voz de la Iglesia
Ante la pregunta de dónde se encuentra los intelectuales católicos o dónde está la voz de la Iglesia ante los retos del presente, habrá que subrayar que según los datos aportados por la Conferencia Episcopal Española (2022), hay 22.988 parroquias, que son responsabilidad de 16.568 sacerdotes (y 1.066 seminaristas) y 506 diáconos permanentes; también se cuenta con casi 100.000 catequistas. Se contabilizan 27.006 religiosas y 8.501 religiosos con 8.436 monjas y monjes de clausura en 4.493 comunidades religiosas y 735 monasterios, y 10.629 misiones en más de un centenar de países del mundo. La Iglesia católica cuenta, además, con 2.558 centros educativos concertados o privados que ofrecen servicio a 1.525.215 estudiantes, 15 universidades, 976 centros sociosanitarios, 64 hospitales y 858 casas para ancianos, enfermos crónicos y personas con discapacidad.
Su presencia continúa siendo importante en diversos ámbitos sociales a través de las diferentes asociaciones y oenegés que trabajan en actividades por el bien común: Cáritas, Manos Unidas o Mensajeros de la Paz son las más reconocidas, pero no son las únicas. No podemos decir que la participación pública de la Iglesia católica sea pequeña en la sociedad española a partir de estos datos. Otra cuestión es que desde las distintas sensibilidades puedan ser discutibles unas u otras formas de estar presentes en el mundo. Probablemente no se trate tanto de etiquetas como de encontrar la forma de expresar la razonabilidad de una experiencia religiosa que es plural. Y que, por ello, la defensa del pluralismo es una condición de posibilidad del cristianismo que poco tiene que ver con el relativismo.
Los cristianos siempre han tenido que responder a los retos de su tiempo. El teólogo Henri de Lubac acertaba al recordarnos que la historicidad de los cristianos nunca será una palabra vana. Hay también historicidad del cristiano. La diversidad está en el corazón de la misma Iglesia desde sus orígenes. Siempre habrá que recordar que existen cuatro evangelios diferentes, escritos en contextos y con lenguajes diferentes, para anunciar la Buena Noticia. No es paradójico que muchas de las propuestas que hoy se defienden como tradicionales y ortodoxas fueran en el momento de su surgimiento fueron atacadas como innovaciones desnaturalizadoras para la fe. Un nuevo aviso para navegantes. Tampoco es la primera ocasión, ni será la última, en la que los creyentes han estado enfrentados. La historia de la Iglesia es la de una comunidad llena de encuentros y desencuentros.
<strong>Donde están los cristianos
¿Dónde están los cristianos? ¿Se escucha su voz? Probablemente sea por defecto profesional, pero los veo en todos lados y a todas horas. Los obispos españoles participan de los debates del momento. Podríamos discutir sobre su finura intelectual. Y lo subrayo porque hay quien impugna su talla, curiosamente cuando escucha hablar a obispos que no son de su cuerda. Pero esa no era la preocupación inicial de la cuestión. Llevamos unas décadas largas con llamadas de atención. ¡Peligro! Estamos perdiendo a los intelectuales. Los intelectuales ya no ocupan el espacio que tuvieron antaño. La intelectualidad ha muerto. Y otras tantas admoniciones culturales que leemos cada cierto tiempo. El principal problema está en la fragmentación de la opinión pública y la multiplicación de altavoces de la opinión publicada. Un fenómeno que habrá que meter en la coctelera junto con el triunfo de una sociedad espectáculo y de la ampliación del campo de batalla cultural. Garrocho se preguntaba por quién esgrimía en público hoy «el rendimiento conceptual del perdón, la misericordia o la esperanza de las bienaventuranzas». Comienzo a hacer cuentas y salen más de un centenar de perfiles, que se pueden definir como cristianos o no. De nuevo, las etiquetas solo son una forma de clasificación por el que se escapa el pensamiento y la vida. Es más, como señalaba con sorna François Mauriac, «no hay escritores católicos. ¡Si lo sabré yo, que soy uno de ellos!».
Bruno Forte, arzobispo de Chieti-Vasto y una de esas voces intelectuales católicas que se pueden escuchar en la actualidad, ha contado en varias ocasiones cómo un paisano visitó el zoológico de su ciudad y se quedó obnubilado con las jirafas. Después de observarlas durante largos minutos, se giró gritando cabreado al vigilante: «¡Un animal así no puede existir!». Hay algo de ello en la forma de mirar de algunos creyentes preocupados por el camino que debe tomar la Iglesia. Hay quienes destacan lo bueno y quienes enfatizan lo malo, aunque ambas corrientes sepan que los claroscuros son habituales. Sin embargo, está claro que las respuestas a ese diálogo entre fe y cultura al que está obligado todo cristiano serán divergentes desde los subrayados escogidos.
Que existan estas diferencias son necesarias e, incluso, sanas. Quizá la cuestión candente hoy no sea tanto dónde están los cristianos, si no dónde se pueden encontrar para dar razón de su fe desde las diferentes sensibilidades eclesiales. Sí, hay espacios de ese estilo, pero no son tantos. Las batallas culturales han anidado en el interior de la Iglesia y la polarización es una dinámica creciente.<strong> </strong>Reconstruir los puentes volados es una tarea urgente. Es más, ¿cómo van a ser capaces de dialogar, con franqueza y apertura, con los otros, quienes no son capaces de hacerlo con los suyos?