A menudo algunos amigos me preguntan por qué no escribo mis memorias. Bromeando, respondo que serían las memorias de un desmemoriado; es una manera de salirme por la tangente. No miro atrás sino adelante, me apasiona lo por venir aunque lo ya vivido me deja con una cierta sensación de ternura. Creo que todas las personas tienen sólidas razones para hacer lo que hacen, por más que estas puedan ser descabelladas, inconvenientes o incluso malévolas. La nostalgia no sólo es un error, como decía José Luis de Vilallonga sino una solemne pérdida de tiempo.
Se extiende ahora la idea de «solamente cuenta el aquí y el ahora» como culminación de una actitud que se supone propia de una conciencia plena. Ciertamente, la atención en el aquí y el ahora es una buena pedagogía de la realidad de la impermanencia de todos los fenómenos, y una didáctica apropiada para centrarse en la propia capacidad de percepción plena que conduce al dominio de si y a la penetración en la dialéctica entre mente y fenómeno para descubrir las trampas que residen en esta. Pero me temo que esta manera de enseñar ha sido o bien mal interpretada, o mal enseñada, o propuesta de modo parcial. Todavía hay muchos maestros orientales que no conocen bien la mentalidad occidental y que, provenientes de una cultura que no se sitúa en la corriente histórica, no se hacen cargo de la raíz de la mentalidad occidental a la que se enfrentan. Que ellos creen que mero es materialismo consumista cuando se trata de otra cosa: la dialéctica entre la búsqueda de sentido y el nihilismo.
Lo triste de ese «sólo aquí y ahora» que se propone es que, enseñado fuera de contexto (el ascetismo o el monasticismo, que implican una ética inclusiva de acero) conduce precisamente al nihilismo. Y lo hace empujado por instructores occidentales que o bien han aprendido de maestros orientales sin acabar de aclimatar o que son ignorantes en historia, filosofía y ciencia que un día se maravillaron ante una nueva enseñanza y se sumergieron acríticamente en ella. La prueba del nueve de esa deriva es que el sistema postcapitalista incorpora con entusiasmo ese nihilismo aceptable que pasa por ser espiritualidad y es, en el mejor de los casos, una nueva forma más asimilable de existencialismo.
Uno, que es un ignorante por lo menos consciente de serlo, se atreve a proponer una conciencia omniabarcante no sólo de todos los seres sino de todos los tiempos; una compasión sin exclusiones que nos haga acoger con cariño los errores y los sufrimientos de los demás y los propios surgidos en todos los tiempos, pasados, presentes y futuros. Quizá eso tendría algo que ver con la «vida eterna» en la que algunos confesamos creer.