GABRIEL JARABA
No será esta la última vez que los jueces intervienen en el espacio público en campaña electoral. La imputación de Begoña Gómez, esposa del presidente del Gobierno Pedro Sánchez, podría ser considerada como un “quod erat demonstrandum” que viniera a confirmar la tesis de la carta abierta presidencial: el remache del clavo en el ataúd de la independencia judicial española en medio del lodazal del discurso político español. Afortunadamente, ni toda la justicia es ultraderechista, por más que pueda serlo gran parte de la judicatura, ni los togados son distintos de la ciudadanía. Como dijo El Gallo, ha de haber gente para todo, pero el problema es que las estructuras del estado siguen siendo un medio para la perpetuación de un dominio particular de grupos de personas que pretenden gobernar sin presentarse a las elecciones.
La transición era esto: construir una democracia habitable con los envejecidos juncos de una dictadura fenecida entremezclados con brotes nuevos surgidos del renacer de una sociedad que fue vencida no sólo mediante una represión cruel que duró hasta pasado 1976. En medio de la complejidad que de ello resulta aparece la vieja tentación de meter miedo al disidente por si acaso, dada la historia de la inoculación de un miedo urdido, planificado y aplicado a nuestro país durante una larga noche de piedra, como cantó Celso Emilio Ferreiro.
Hay jueces ultras para parar un tren y creo que ya deberíamos habernos acostumbrado a ello: ni está ni se la espera una depuración del poder judicial acorde a la naturaleza de una democracia liberal europea, tanto por acción como por omisión. Los desplantes de los funcionarios a los que el yugo y las flechas asoman por debajo de la uniformidad son tan palmarios que sorprende que la gente aún se sorprenda ante ellos. Está en la naturaleza del escorpión clavar su aguijón en el cuerpo del animalejo que le transporta para cruzar el río. Uno entiende que los arácnidos no puedan resistirse ante la petulancia de ciertos temerarios desvergonzados que consideran una victoria lo que no es más que una piadosa amnistía dictada por la oportunidad política. Pero podría entenderse que tamaño atrevimiento hallara un freno ante la posibilidad del cumplimiento de aquel viejo refrán que reza arrieros somos.
Hay petulancia, deseos de brega y ánimo de venganza en más sectores sociales de los que parece y la paradoja es que sólo dosis adecuadas de corrupción pueden paliar esa bronca. Uno espera que los jueces que hollan allá donde los ángeles no osan pisar sean decididamente corruptos, porque ello supondría que se les puede comprar. Y lo que uno compra puede comprarlo otro. Lo peligroso es que se haga por ideología lo que simplemente puede hacerse por venalidad.