Lo que la «inteligencia artificial» dice de nosotros

No podremos “artificializar” la inteligencia humana sin saber antes qué es la conciencia que le es inherente

Escrito por GABRIEL JARABA

Le llaman inteligencia artificial pero no lo es. Por lo menos, inteligente: se trata de un mecanismo fabricado por el hombre para cumplir unos objetivos utilitarios (como los objetivos del destornillador, el bisturí electrónico y la bomba atómica). En estas herramientas es inteligente la mente humana que los inventa y los realiza y los objetos son el simple instrumento que es consecuencia de ello. La llamada inteligencia artificial es un mecanismo, digital y cibernético, todo lo sofisticado que se quiera, pero mecanismo al fin, como la llave inglesa, la aguja de coser o el superordenador Mare Nostrum: materia inerte.

Ahora bien, la cantidad y la calidad de las realizaciones que puede alcanzar esta herramienta cibernética pueden llegar a ser enormes y asombrosas. Sobre todo en los primeros tiempos de funcionamiento; la mente humana; –la inteligencia natural— se cansa de la rutina y precisa de la novedad como estímulo (tanto en la investigación como en el sexo) para interesarse, motivarse y movilizarse. Si algún día buscamos una supuesta esencia inteligente en el desarrollo de las máquinas de pensar –más precisamente: que emulen el pensamiento, o aún más precisamente, una parte de él—habremos de hacerlo por este lado: la curiosidad por descubrir, aprender y saber, el estímulo por la inminencia de novedades, la expectativa del cambio para mejor, el advenimiento de la sorpresa. La palabra clave es “eureka”.

Lo que es apasionante y denotativo del jardín en el que nos metemos al reflexionar sobre todo esto es lo que tiene de atractivo para el humano de hoy la construcción de mecanismos artificiales de emulación de la mente humana. Y lo que hallamos es que lo interesante no es tanto el mecanismo fabricado como la ideación –le llamaremos fascinación— que nos lleva a fabricarlo porque dice más de nosotros que cualquier otra cosa.

Los primeros artefactos que simulaban realizar actividades humanas eran los jugadores de ajedrez autómatas. Los hubo de dos clases: máquinas eléctricas que efectuaban movimientos considerados propios del juego de ajedrez y artefactos que se presentaban como autómatas pero no lo eran, sino representaciones de un jugador mecánico que al final era manipulado por un jugador humano escondido en el armatoste del mecanismo. El primero fue el juego de ajedrez eléctrico creado por Leonardo Torres Quevedo en 1901, capaz de jugar finales de torre y rey, y el segundo el jugador fabricado en 1770, caracterizado como un muñeco de aspecto humano, que era una máquina que simulaba jugar automáticamente pero no lo hacía: el espectáculo de un fraude. Lo que nos parece significativo es que el ajedrecista del siglo XVIII, que quería ser presentado como una maravilla del progreso, era llamado “El Turco” y caracterizado como un personaje proveniente de oriente, aquel oriente agresivo que había sido derrotado en la batalla de Lepanto y havía llegado a las puertas de Viena. “El Turco” era, literalmente, una “maravilla”, es decir, algo ante lo cual  nos admiramos, algo admirable (ad-mirabilis, una cosa que nos hace mirarla y nos deja sorprendidos y “maravillados”).

El ajedrecista de Torres Quevedo era una máquina con aspecto de máquina, y por tanto neutra: como el Hal 2000 de la película de Kubrik. Admiraba a quien lo contemplaba per su capacidad de emular una facultad humana a pesar de ser un mecanismo. “El Turco” aspiraba a producir la misma admiración pero sin haber desarrollado los mecanismos cibernéticos que le hubieran permitido esta emulación. La admiración por uno u otro ingenio denota lo que nos seduce. En el caso del ajedrecista de Torres, la promesa de la aplicación universal del automatismo naciente (este ingeniero fue el padre de la automática) puesto que si la máquina puede imitar o emular lo que hace la mente (jugar al ajedrez) la podemos utilizar para cualquier cosa. En el caso de ”El Turco” no había neutralidad aparente y discreción contenida (la neutralidad aparente de la tecnociencia y la no implicación simulada de la técnica en asuntos morales) sino una rotundidad escandalosa: hemos creado un homúnculo (¿un golem?) de factura mecánica que hace lo que le ordenamos, jugar al ajedrez, para nuestro beneficio. La exhibición tecnocientífica es descarada porque nos muestra al “otro” (el turco, el moro, el infiel, el rotundamente diferente) dominado y reducido a un juguete: de atacante a nuestra civilización a entretenimiento doméstico (el mismo proceso mental de exorcismo del peligro que la creación del croissant: comernos la media luna musulmana como golosina. Iniciada la derrota del imperio otomano comienza el orientalismo, tan bien explicado per Edward Saïd: la fascinación por un mundo oriental más imaginado que real que irrumpirá en Europa con la difusión de los cuentos de Las Mil y Una Noches y las aventuras narradas per Scherazad. La sabiduría “oriental” domesticada: el juego de juegos a nuestro alcance y sin contrincante humano o las fantasías erotizantes del ”orientalismo” encarnadas por el cine mudo (Theda Bara y Rodolfo Valentino).

La construcción del “otro” comienza con “El turco” y culmina con el extraterrestre. O más bien con el robot alienígena de tres metros de altura, Gort, en la película “Ultimátum a la Tierra”. Los soldados turcos invasores de Europa se tornan aquí en humanoides alienígenas capaces de acabar con la humanidad si esta se convierte en un peligro para el universo, con Klaatu, el extraterrestre justiciero, comisionado para castigar a los humanos por su descontrol bélico y hoy diríamos ecológico (el “otro” justiciero siempre tiene una peculiaridad inquietantemente airada; Greta Thunberg como persona con Asperger, Juana de Arco como guerrera visionaria). Entre nosotros y “los otros” hay siempre esta tensión de dominio (“El turco” es un ajedrecista excelente pero convertido en juguete) que a menudo acaba con los otros capturados y reducidos a curiosidad domesticada, como los negros africanos exhibidos en los zoos europeos en pleno auge de la colonización y el esclavismo, o los “alienígenas” del caso Roswell en 1947, supuestamente capturados y ocultados como “trofeos de guerra” en la defensa contra los OVNIS.

Por en medio de este delirio que explica tan bien nuestros miedos sobrevuela un espectro: nuestra propia concepción de la condición humana y el alcance de la mente y la tecnología. La técnica que trae los electrodomésticos de todo tipo a nuestra casa y la potencialidad de la mente que es capaz de inventarlos es a la vez promesa y amenaza, que va de la consecución del bienestar sin fin al exterminio sin remedio. En esta tensión reside la génesis de la presente ideología que pasa por ser de izquierdas y renuncia al progreso, abandonando a la vez el combate con el otro y la evolución tecnocientífica. Klaatu y Gort han ganado la partida, pero no renunciamos a la potencialidad de la mente, supuestamente infinita, representada por la “inteligencia artificial”: no debemos preocuparnos porque no se trata de un recurso limitado y no hay lugar a la abstención ecológica, barra libre pues.

Toda tecnología es una prótesis de una funcionalidad o una cualidad humana. La conciencia de la potencialidad protésica surge del deseo: de alcanzar lo que no se puede lograr, de realizar lo que no se puede hacer, de obtener lo que no se puede poseer. Así se fabrican las puntas de flecha, las pirámides o las naves interplanetarias, y el ordenador o el aparato cibernético en general es la prótesis del cerebro. Asistimos ahora con la “inteligencia artificial” a la fascinación per las potencialidades de la mente; no nos vemos con ánimos de viajar a otras galaxias pero sí de crear sofisticadísimos juegos capaces de emular las realizaciones de la mente humana, para ver si el desarrollo tecnológico nos aboca a una consecución insospechada que nos lleve a donde hasta ahora no sabemos ir (una punta de flecha, al fin y al cabo). Pero desconocemos qué es exactamente la mente porque ignoramos qué es su característica fundacional que es la conciencia, el aspecto fundamental de la vida y la existencia. Nos asusta lo que la conciencia pueda llegar a ser y por eso jugueteamos con una ciencia materialista que la reduce a conducta (aunque sea conducta neurológica, al fin y al cabo) y le negamos una existencia real, tildándola de “misticismo” o ridiculizando a los sabios o santos que la exploran. Jugamos ahora con el nuevo juguete cibernético porque no nos compromete y nos admiramos, como ante los juegos de ajedrez automáticos, falsificados o reales, porque la tenemos esa “mente” reducida a la domesticidad, como “El Turco” o los negros encadenados en los zoos (o los prisioneros de los campos nazis víctimas del doctor Mengele).

La búsqueda de la “inteligencia artificial” responde a todo este juego de ambiciones y fascinaciones, todas ellas legítimas. El invento se desarrollará hasta niveles insospechados, con unas funcionalidades que serán enormemente beneficiosas y que muy probablemente nos sacarán de atolladeros hasta ahora vistos como insuperables. Es una tecnología del todo necesaria y admirable que nos llevará a reflexiones muy profundas. Pero carente de un conocimiento imprescindible: no podremos “artificializar” la inteligencia humana sin saber antes qué es la conciencia que le es inherente. ¿Cómo reproducir y emular aquello que teóricamente no existe y que no puede ser reducido a comparación lógica? La ciencia materialista, capaz de producir las admirabilidades más admirables, ha demostrado que también lo es, como bien sabe la nueva pseudoizquierda, de crear catástrofes probablemente no inevitables pero no menos espantosas. ¿Cómo podemos progresar si abominamos del progreso? Quizás la “inteligencia artificial” sea capaz de indicarnos un camino que desvele no ya la imposibilidad de una mente sin conciencia sino la capacidad real de orientarnos hacia una autoconciencia no necesariamente materialista y por tanto, inteligencia natural, ahora sí.

Publicación original: Catalunya Plural.

Artículos relacionados