GABRIEL JARABA
A Ventura Pons, fallecido a inicios de 2024, se le abrió el cielo cuando ganó una beca de la Anglo Catalan Society y, gracias a la institución fundada por Josep Maria Batista i Roca, vio desde dentro cómo funciona un país normal, si es que el Reino Unido puede ser considerado tal cosa. Digamos pues un país plural: un lugar donde conviven formas de vivir diferentes y opuestas, donde hay posibilidad de hacer sitio a tu manera de vivir, por pequeña que sea, y donde se garantiza que tu diferencia pueda convivir con la tendencia mayoritaria. Es decir, la democracia.
Ventura Pons conoció, en Inglaterra, las grandes figuras del exilio catalán como el citado Batista o el doctor Trueta, pero también se sintió inspirado por el free cinema de Tony Richardson y Karel Reisz y su voluntad de explicarse desde la vida cotidiana. Y comprobó lo importante que era la normalidad para un país, una lengua y una cultura: normalidad es hacer lo que tienes que hacer sin preocupaciones y con ningún otro límite que los que impone la realidad. ¿Fue ese pragmatismo británico el que hizo de Ventura Pons el cineasta que ha sido? Es difícil decirlo, pero a la vista están los resultados: 30 largometrajes como director y otra treintena larga como productor. Ventura nos deja habiendo dibujado una línea de trabajo que se asemeja mucho al de un cineasta normal en un país normal y no en un país con una industria inestable y una lengua minorizada.
La pugna por la normalización de la propia actividad en un entorno sociopolítico y cultural normal es el factor común que impregna la cultura catalana desde el inicio de los 60. La nueva canción, por ejemplo, es una muestra: Els 16 Jutges, siguiendo la intención original de Miquel Porter, buscaban hacer una crónica cotidiana y sencilla de las cosas de la vida aparentemente intrascendentes. Pero cuando Raimon coloca el movimiento de la canción ante la posibilidad de acceder a una audiencia de masas al ganar el festival de la canción del Mediterráneo, las posibilidades de un acceso a una verdadera normalidad se abren ante el país: Joan Manuel Serrat, y los tiras y aflojas en torno a la figura del mismo se explican sólo por las tensiones que conlleva la complejidad real de toda normalidad.
El cine en Cataluña vive, en los inicios de la recuperación del músculo social del país, momentos de tensiones diversas. No sólo experiencias como la Escuela de Barcelona: la iniciativa del Institut del Cinema Català (ICC) que coloca en las pantallas un noticiario documental progresista en catalán por el que pasan los profesionales que constituirán el sector audiovisual del país. Sin embargo, con todos los respetos, un cine de masas normal de un país no se construye, o no sólo, con las películas de Pere Portabella, por meritorias que sean.
Ventura Pons se da cuenta de esto cuando ya se ha hecho un hueco en el mundo teatral y ha experimentado bastante con las herramientas del oficio. Lo que parece buscar entonces lo hace a partir de su experiencia iniciática británica: la adaptación de una obra de 1962 situada en ese panorama, traducida precisamente por Terenci Moix, que hizo de lavavajillas en Londres: The Knack, o qui no té grapa no endrapa, de Ann Jellicoe (llevada al cine por Richard Lester, autor de los primeros filmes de los Beatles). El éxito de la función indica el camino al que será cineasta: hay un público popular que todavía no tiene acceso a un cine de masas en catalán y nadie se lo propone.
Uno se atrevería a decir que Ventura Pons ha sido hijo del fish and chips y de Maria Aurèlia Capmany: aquel teatre de cabaret que la autora presentaba en La Cova del Drac y que quería hacer gracia y no hacía ninguna. Ventura sí sabía cómo hacerlo y su paso al cine se consolidó cuando identifica a Rosa Maria Sardà como el vehículo adecuado para el contacto con el público al que quería acceder (Rosa Maria había protagonizado Mort de gana show, con La Trinca, cuando el trío entendió que debían ser un espectáculo integral y no sólo un grupo de canciones de animación). Es interesante observar la velocidad con la que convergen públicos de teatro, de cine y de canción hacia un espacio lleno de potencialidades “de masas” en lo que se refiere a una cultura popular actual, y esta velocidad favorece el intenso trabajo de Ventura para, picando piedra, crear él mismo un cine propio; no un estilo o tendencia sino una capacidad de abrir espacios para el encuentro de un público realmente existente y un cine pensado no para ningún otro lugar que las salas de exhibición normal a las que va la gente normal.
Un servidor no está capacitado para analizar el valor de la obra de Ventura Pons, siendo cómo soy un simple observador de las realidades sociales y culturales. Esto lo harán los críticos que conocen este arte, y yo sólo asistí a una jornada de rodaje de El gran Gato, a partir de la petición que Ventura me hizo, dada mi vieja amistad con el cantante reinventor de la rumba catalana. Observé que al cineasta la gente le obedecía y le quería a la vez, algo difícil de obtener en este campo. Alguien que domina el oficio y también domina a la gente que lo hace necesariamente debe estar dotado para trabajar con la complejidad propia de las sociedades normales o que tienden a serlo. Y esto tiene mucho mérito.