GABRIEL JARABA
Ser supersticioso está mal visto en nuestras sociedades modernas. Perdón, rectifico: ser supersticioso está mal visto en nuestras sociedades modernas si eres pobre. Si eres pobre, estás desorientado en la vida y te aburres por la noche, probablemente llames a un canal de TDT para consultar con un tarotista. Las autoridades audiovisuales concluirán que el tarot televisivo es una mala práctica y propondrán que se limiten sus emisiones. Pero si eres un futbolista de primera división y ganas dinero a espuertas, cumplir con un ritual supersticioso al salir al campo será un detalle simpático más que añadir a tu imagen personal, apreciado por tus fans por lo menos tanto como tu noviazgo con una rumbosa rockera o tu habilidad en la conducción de bólidos de gran cilindrada.
Una vez me pidieron una definición de superstición y contesté con rapidez: superstición es la creencia de los otros. Llamamos superstición a lo que no se ajusta a nuestro sistema de creencias, sobre todo si consideramos nuestras creencias superiores a las de otras personas. Mi interlocutor me preguntó entonces si no creía que las pseudociencias debían ser combatidas. Respondí que por supuesto, a condición de comenzar por la más perniciosa de todas ellas: la economía. Creeré en la imparcialidad y frialdad de espíritu de los racionalistas cuando les vea dedicarse a denunciar la impostura de la supuesta ciencia económica que actúa a beneficio del poderoso y en pro de la ruina de los modestos con tanta saña como se empeñan en denigrar conocimientos cuya naturaleza ignoran. Hace unas cuatro décadas circuló profusamente un manifiesto de científicos en el que se pronunciaban contra la astrología. Busqué los nombres de sus firmantes en otros manifiestos en los que se denunciaba el peligro de la escalada del armamento nuclear; no hallé ninguno.
De modo que suelo tratar con consideración las creencias de los otros, trátese de señoras teñidas de rubio con peinados imposibles que encienden velas cuya combinación de colores horrorizaría al mismísimo Freddy Mercury o de deportistas millonarios que acarician nerviosamente una pata de conejo antes de saltar al terreno de juego. Y observo con atención las llamadas supersticiones atendiendo a su etimología latina, supérstite, lo que sobresale todavía. Lo que sobresale por encima de capas superpuestas de cambios culturales y civilizacionales sucedidos durante siglos, y arroja testimonio de otros tiempos que también están en este. La superstición es un mensajero del pasado que todavía tiene mucho que decir en el presente. Y no tiene nada que ver con la verdad, con la fe, con la ciencia o con el conocimiento, sino que es una dimensión de la condición humana, en la historia y en las respectivas culturas.
Las personas tolerantes solemos proyectar sobre esos signos de supervivencia una mirada digamos simpática, como cuando se asiste al conjuro del encendido de una queimada gallega. Es una mirada romántica, como con la que se mira las ruinas de un templo clásico e incluso las ilustraciones pétreas de una catedral. Pero esa mirada es una mirada moderna y por tanto descreída; se complace en recuperar la vieja estampa y de algún modo cierto significado envuelto en ella. Pero nunca asume la operatividad del signo: no podríamos soportar la idea de que las brujas acudieran a la invocación pronunciada ante la cazuela de ron como no podemos admitir que las escenas piadosas sin las cuales las catrdrales góticas no tienen razón de ser nos hablan de nuestra mismísima vida, de su sentido y su destino.
La cultura moderna no es capaz de de relacionarse con otras culturas de igual a igual. Las recuperaciones etnográficas de otros pueblos son colocadas en un museo para su estudio o en una vivienda como objeto decorativo; la mirada aquí va siempre de arriba abajo. O bien las prácticas espirituales de otras civilizaciones, actuales o pasadas, se asumen acríticamente; ahora la mirada funciona de abajo a arriba. En cualquier caso, miradas descreídas: no pondríamos una máscara ritual africana en la sala de estar si creyéramos efectivamente que tras ella se esconde un espíritu realmente existente porque nos cagaríamos de miedo; caminaríamos sobre el filo de la navaja sobre un abismo de seis mil metros si creyéramos efectivamente que una sadhana yóguica proporciona la realización, pero no lo hacemos por lo mismo; una cosa es buscar relajación y consuelo y otra jugarse la vida en busca de sentido.
Vivimos ahora mismo en una encrucijada, en la que las tareas de la ciencia y el espíritu han de aprender a reunir sus trabajos. Porque si la ciencia no es una labor metódica sobre la praxis orientada a la liberación del ser humano no es nada o es algo peor: dominación inhumana mediante la operatividad de la naturaleza: es decir, lo que otrora se llamó magia negra, cl conocimiento del que el nazismo nos mostró sus posibilidades. La ciencia humanista es tan excelente como la espiritualidad humanista: método y práctica de liberación. Nuestra tarea es fundir ciencia y espiritualidad humanistas. Métodos de esclarecimiento, ética y ontología de la razón de ser y estar del método. Son tiempos de confusión en los que hay que echar mano de la historia y la antropología: por primera vez podemos mirar a otras culturas, otras sabidurías, con ojo libre. Aquellos indígenas que eran contemplados como menores de edad, ignorantes o meros salvajes crueles, se alzan ante nosotros como titulares de la dignidad establecida por la declaración universal de los derechos humanos. Todos los científicos y humanistas dignos de tal nombre coinciden en esto.
Queda, sin embargo, extender este respeto a la indigeneidad que subyace en nuestra propia línea filogenética-histórica.
Los ecos de antaño que subsisten como supersticiones guardan un mensaje que detestamos escuchar: los indígenas somos nosotros. Nosotros somos los sucesores de quienes vivieron de otro modo, en otros tiempos, aunque nos neguemos a ser lo que somos, sus continuadores y sus herederos, pues gracias a su amor y compasión estamos aquí vivos nosotros, en sucesión de generaciones. La superstición nos enfada o nos hace reír porque nos negamos furiosamente a que tenga algo que ver con nuestras vidas actuales. Consideramos ignorantes a quienes “creen” en ellas porque les vemos como pertenecientes a ese pasado al cual miramos desde el progreso. No es cierto que exista preocupación legítima porque alguien sea timado por un adivinador, es que la mirada moderna hacia lo “inferior” se tiñe de asistencial y salvadora para justificar su superioridad, sobre todo para disimular la violencia que encierra el rechazo de las creencias de los otros. Y para conjurar, con una fuerte sacudida, un peligro inminentemente atronador: que el otro tiempo se cuele por una rendija.
La lucha contra ese otro tiempo y esos otros que somos también nosotros viene de lejos. El miedo y rechazo a la reintroducción del oso en el Pirineo catalán es el rescoldo de una batalla simbólica que aún se está librando. El no al oso en nuestras montañas no está motivado porque uno de ellos se coma de vez en cuando una oveja. Ese repudio se debe a que durante siglos se ha practicado una lucha ideológica contra el oso como símbolo y como tótem. El culto al oso se remonta al paleolítico, como el gran animal de poder , el Señor del bosque, el Animal sabio y sagrado o el Viejo de zarpas afiladas, que todo lo oye y todo lo comprende. Y el oso como reminiscencia de un otro ancestral, el basajaun que aparece en las novelas de Dolores Redondo, el no humano que vive solo pero al fin y al cabo se preocupa por los humanos. No somos vasconavarros pero albergamos un latido ancestral, pues nosotros también somos indógenas, indígenas de aquí, y nuestra tribu se remonta a las cavernas el Paleolítico.
Nuestro viejo amigo Sigmund se aproximó al tótem y al tabú, intuyendo lo que en ello existe de contradicción ontológica: llamada y rechazo, atracción y repudio, ser y no ser. El Oso primigenio es el Yo que subyace tras la máscara construida y conquistada por los seres civilizados hasta alcanzar la modernidad. Rechazamos ese Yo que es aquél y aquello, para poder ser ésto ahora y aquí. Legítimo y necesario. Pero pasa factura. Porque Nosotros somos Ello. La negación de este pequeño detalle desemboca en melancolía.
Gústenos o no, el oso aún está aquí: en los nombres de quienes se llaman Bernardo o Bernat, es decir, Bernd-hard, oso fuerte. O en los títulos y blasones de las ciudades, como la suiza Berna o la española Madrid, con su oso rampante sobre el madroño. Por esa vía onomástica la llamada antigua del tótem y animal de poder europeo se hace más fuerte: San Bernardo fue el apóstol de los Alpes, y son los perros de San Bernardo quienes acuden a salvar al montañero accidentado en las altas nieves porque ha perdido su camino o quizás extraviado su alma. Arturo es Arto-rig, oso rey, nombre céltico que sirve tanto para designar al gran espíritu guardián como al rey iluminado. La constelación que reina en el hemisferio norte e incluye la estrella guía es la Osa Mayor, y si meditamos en sus luceros podremos llevar a cabo una sutil operación alquímica en nuestro interior, tal como nos enseña el taoísmo. La primera biblia impresa en español, en traducción de Casiodoro de Reina, es llamada la biblia del oso a causa de la ilustración de su cubierta.
El conjunto de las supersticiones que inquietan al hombre moderno y melancólico es, al final de todo, irrelevante. La partida que aquí se juega es más fuerte y decisiva. La verdadera y gran superstición es esa llamada del oso ancestral que se cuela por las rendijas que los nombres que ponemos a las cosas practican en las puertas del tiempo intemporal. Esa llamada nos dice que no somos ese ser acoquinado que se arriesga a echar por la borda la democracia y la Europa unida, que son la misma cosa, sino que en nuestro yo personal y nuestro nosotros colectivo mora un animal de poder que nos conecta íntimamente con la fuerza de la vida, de la alegría y de la realización, un algo que no es alma ni espíritu ni mente pero que, como el basajaun, está ahí y también somos nosotros.
Esa llamada es queda y sabia, y por ello espera a ser descubierta en los lugares más insospechados. Una sabiduría se esconde en forma de imágenes antiguas entre el juego de las cartas que usan los borrachos en las tabernas. Y como los borrachos y los niños son los que dicen siempre la verdad, otra sabiduría se esconde entre los juguetes.
El juguete fundamental es el osito. Ese osito de peluche de nuestros juegos infantiles es un vestigio de nuestro tótem patronal. Cuando nos disponemos a sumergirnos en el Mundo del Sueño nos abrazamos a él, y entonces somos de verdad quienes somos. El oso de peluche es acompañante y portal para acceder a aquel estado de conciencia en el que todo es posible, es sin duda un proxy potencial. El osito nos pone frente a nuestra verdad: somos el Gran Oso poseedor y dador de Gran Vida y persistimos en desperdiciar nuestra existencia en tonterías. Aún más: creemos de manera imprudente que la vida vigil y la vida soñada son dos vidas diferentes. El Gran Oso totémico ancestral se ha transmutado en pequeño oso de juguete precisamente para recordarnos que esas dos supuestas vidas no pueden ser más que Una.
Yo le agradezco fervorosamente al Viejo Oso Sabio que se haya puesto en mis brazos adoptando la forma de un juguete para recordarme que ese oso también soy yo.