MANUEL ÁNGEL VÁZQUEZ MEDEL
Catedrático de Literatura Española e Hispanoamericana de la Universidad de Sevilla
Vivimos un momento verdaderamente crucial en la historia de la humanidad. Estamos insertos en una dinámica de cambios tan profundos que en alguna ocasión he afirmado que no se trata de una “tercera ola” (tras las dos anteriores de la revolución neolítica y la revolución industrial, según dijera Alvin Toffler), sino de un verdadero tsunami, tal vez solo comparable al largo proceso que llevó a la emergencia de lo humano, al surgimiento del homo sapiens sapiens en el planeta Tierra. Solo que ahora no es consecuencia de un proceso de milenios y de lentas transformaciones desde el mundo de las interacciones materiales (physis), sino de una acelerada (dromológica, Paolo Virilio) mutación promovida por el ser humano en un nuevo entorno biotecnológico, en esta era que algunos llaman ya antropoceno.
Dicho lo cual, de inmediato es conveniente adoptar en nuestros análisis y diagnósticos pautas equilibradas que -desde el pensamiento crítico- nos alejen por igual de tentaciones apocalípticas o integradas, como muy acertadamente indicara Umberto Eco. Adoptar una actitud positiva o negativa ante esta revolución biológica, tecnológica y comunicacional (Vázquez Medel: una verdadera “transhumanización”) depende tanto del cálculo de sus posibles consecuencias (y por ello es imprescindible recuperar la previsión y la prospectiva), como de la evaluación que cada uno haga de ellas, desde su propio horizonte interpretativo, axiológico y vital (desde su propio emplazamiento).
Lo que resulta indudable es que nada (economía, política, organización social, cultura, educación, religión, ideologías, etc.) será igual que antes. No dejo de insistir, especialmente a los más jóvenes, que de nosotros se exige, en mayor medida que a otros seres humanos en la historia de la humanidad, otras formas de pensar, otras formas de sentir, otras formas de comunicar, otras formas de actuar… No podemos seguir echando vino nuevo en odres viejos, porque todos los odres comienzan a reventar.
Ante lo cual, quienes están instalados en el inmovilismo o en la tentación involutiva hacen crecer el miedo, como instrumento de dominación de las mentes. Un “miedo líquido” que se cuela por todas las grietas y que promueve espectaculares concentraciones económicas en la voluntad inútil de asegurar todo en la vida. Y el único antídoto para ello es la educación y la cultura, que deben adquirir una centralidad indiscutible, para que todos los demás cambios que se están produciendo venga acompañado de un cambio de mentalidades y de profundas transformaciones personales. Por ello recomendamos el último libro de Emilio Lledó Sobre la educación, la necesidad de la literatura y la vigencia de la filosofía.
Solo si las profundas transformaciones promovidas por la ciencia y la tecnología van acompañada de un verdadero cambio de mentalidades y un fortalecimiento de los valores esenciales para la convivencia podremos afrontar con esperanza el futuro.
Uno de los aspectos que más condicionará el fluir de esta “modernidad líquida” (Zygmunt Bauman) será la búsqueda de sentido (individual y colectivo), como ya señalaran Berger y Luckman y, dentro de él, las dinámicas identitarias (nacionales, religiosas, políticas, deportivas, sexuales, etc.) a las que Manuel Castells dedicó el segundo volumen de su trilogía sobre la sociedad en red. Y que pueden convertirse, como indica el título de un importante libro de Amin Maalouf, en Identidades asesinas: procesos identitarios que, para afirmar lo propio, necesitan negar y excluir lo ajeno, lo otro, lo diferente.
España y Europa, antes que nada, son signos complejos (tal vez con Kristeva y Cross podríamos decir que “ideologemas”, significantes que implican connotaciones ideológicas) que apuntan hacia referentes concretos, marcos físicos y experiencias históricas. Solo que estos referentes, lo que pueda haber en ellos de “real”, son aprehendidos por cada ser humano, por cada comunidad interpretante desde su propio emplazamiento, y por ello resulta imprescindible acotar de qué España, de qué Europa hablamos. Porque si tenemos claro, desde la formulación machadiana, que al menos hay dos Españas (según algunos, una por cada español), en el caso de Europa también apreciamos esa tendencia bipolar, en la que algunos oponen a una Europa de mercados, mercancías y mercaderes, una Europa de la gente, de los pueblos, los valores éticos y las culturas. Tal vez, desde una perspectiva no maniquea, que acepte las luces y las sombras de la realidad, podríamos afirmar que en ambas posiciones extremas puede haber algo de verdad, algo de “real”, solo que transformado, hermenéutica y axiológicamente, en “realidades”, construcciones culturales inevitablemente limitadas y sesgadas. Como decía Gianni Vattimo, nuestra época se caracteriza por “el conflicto de las interpretaciones”. En este caso, la clave nuclear del conflicto radica en decidir si se ponen los seres humanos al servicio de una economía especulativa y vacía, o si -como debe ser- la economía se pone al servicio de los seres humanos.
El problema terminológico, conceptual e ideológico es igualmente aplicable a lo que he llamado aquí (adoptando, sin duda, una posición concreta) “nueva civilización planetaria”, siguiendo a Edgar Morin, impulsor del pensamiento complejo, cuya “vía” (véase su libro La vía para el futuro de la humanidad) comparto en gran medida.
En alguna de mis publicaciones he indicado el problema del lenguaje en relación con las nuevas dinámicas (las lenguas están surcadas, como dijera Fuentes, por la memoria y el deseo, y son un poderoso instrumento de condicionamiento mental): globalización remite a una matriz economicista, en la que parece anteponerse una economía especulativa, acumulativa y vacía (algunos dirían que criminal) a la realidad de lo humano. Por su conexión con cierta deriva ultraliberal, U. Beck ha hablado de “globalismo” e I. Ramonet, aún más plásticamente, de “globalitarismo”. Indicaré que mi elección (precaria y condicionada como todas), siguiendo al Derrida último, es “mundialización”, que conecta con la idea central de cierto altermundialismo: es posible concebir y trabajar por otro mundo más ético, más humano, en el que podamos realizar el gran proyecto en el que libertad, igualdad (justicia social) y fraternidad sean interdependientes y se enriquezcan mutuamente. Creo que tales planteamientos, coincidentes con el contenido de la Declaración Universal de Derechos Humanos tal como los ha entendido, por ejemplo, Federico Mayor Zaragoza, son los que comparten algunos importantes colectivos como “Humanismo solidario”.
Lo que parece indudable es que el proceso de interacción e integración planetaria es irreversible. Algunos intentarán oponerse a él; tal vez entremos en una oscura fase de involución… pero al final, ese proyecto de desplazamiento y despliegue de lo humano (de una única y sola humanidad) que comenzó en la sabana africana, acabará por realizarse. Aunque su dirección y su sentido ético están aún por decidir.
En esta encrucijada, ¿qué entiendo que pueden aportar España y Europa al proceso? En primer lugar, mucha humildad, aceptación del camino recorrido con sus luces y sombras, para no repetir los mismos errores que llevaron al límite mismo de destrucción de la humanidad. Autoconocimiento, análisis crítico, aceptación, recuperación de la capacidad prospectiva y del rumbo de decisiones compartidas y razonables.
No se trata, pues, ni de flagelarse inútilmente desde la aceptación acrítica y anacrónica de las leyendas negras, ni de justificar los errores y horrores que indudablemente se han cometido poniendo el acento solo en lo positivo.
Sabemos que el proyecto euro-occidental de la modernidad ha sido el proyecto más ambicioso formulado a lo largo de toda la historia de humana. También somos conscientes de todo el dolor, de toda la devastación provocada en nombre de un etnocentrismo que -desde nuestro punto ciego- éramos incapaces de contemplar. Eurocentrismo, androcentrismo y desmesura de lo patriarcal, objetivismo cientificista fueron tres de las raíces podridas que llevaron a una historia colonial que ya no podemos borrar, que hemos de asumir y que incluso cada cual justificará como pueda.
Pero lo cierto es que ha sido la desmesura (F. Flahault), la hipertrofia de determinados valores la que ha llevado (desde el principio de enantiodromía) a situaciones a veces opuestas a lo que supuestamente se deseaba alcanzar. Sabemos, por ejemplo, dónde conducen los ideales impositivos y la unificación a la fuerza, como intentaron ya en la modernidad Napoleón, Hitler o Stalin.
España y Europa lo saben. Pero en estos momentos corren el peligro de querer ignorarlo.
Por ello hemos de volver a los grandes valores que están en muchas de las realizaciones hispanas y europeas: pluralismo y aceptación de la diferencia, alteridad, otredad, apertura, diálogo, equilibrio entre lo racional y lo emocional… En otras palabras, hacer posible el proyecto dialéctico de diálogo e integración superadora, que era ternario (tesis, antítesis, síntesis), frente al binarismo opositivo de tesis y antítesis irreconciliables. Para no convertir la dialéctica en dualéctica.
Es necesario conciliar la libertad con la igualdad y la fraternidad, y no renunciar nunca, desde una gnoseología de la relatividad (equidistante del dogmatismo y del relativismo), al horizonte de la verdad, la bondad y la belleza, en la limitada medida en que seamos capaces de caminar hacia ellas, alcanzarlas y compartirlas con los demás.
Al mismo tiempo, huir de los grandes vicios: imposición monolítica e identidades autoafirmantes y excluyentes, egocentrismo e insensibilidad ante el otro (cuando no rechazo al diferente, alofobia, xenofobia, homofobia, etc.), cierre, reiteración monológica (y ratificación constante del sesgo), desmesura de lo racional (con ausencia de lo emocional, que según Damasio, es lo que nos hace humanos y forja culturas inteligentes y equilibradas) o desmesura de lo emocional (con un inaceptable irracionalismo, que denunciaba poco antes de morir la Premio Nobel Rita Levy Montalcini). En este marco, la necesidad de unos medios de comunicación que recuperen su horizonte y su pulso ético resulta imperativa. No podemos aceptar que nos encontramos en ninguna era de la posverdad, porque la búsqueda de la verdad es lo que nos caracteriza como humanos, aunque solo podamos alcanzarla limitadamente y siempre en compañía, como afirmaba Machado.
Que no es tarea fácil, bien lo sabemos. Que el salto desde los principios a la praxis, al mundo de la vida (Lebenswelt) es a veces casi un salto mortal, también.
Pero los seres humanos, criaturas del límite dotadas de una razón fronteriza (E. Trías), estamos acostumbrados a saltar con todas nuestras fuerzas cuando nos encontramos al borde del abismo. Y el camino nunca será el cierra y la exclusión, la fragmentación y la reclusión de cada cual en su fanal, porque ello daría lugar a un mundo de fanáticos. Hay que saber vivir a la intemperie, “contaminarse” con el otro, porque la relación entre seres humanos siempre fecunda, enriquece y produce vida y sentido.
Sabemos, por ejemplo, que nuestro arte y nuestra literatura han sido más grandes cuanto más abiertos han estado al mundo. Que nuestra lírica se forjó en contacto con lenguas hermanas (sea la galaico-portuguesa o la de raíz provenzal), que nuestra poesía se renovó con el impulso del petrarquismo y del renacimiento italiano, y que el propio Cervantes sería inconcebible sin su experiencia italiana y su contacto con la cultura árabe norteafricana… Que la Ilustración la hicieron nuestros afrancesados y que lo mejor de nuestra poesía romántica y posromántica se debe a impulsos que vienen de Alemania (“suspirillos germánicos” llamaron a las rimas de Bécquer), que la renovación poética que impulsaron Juan Ramón y Antonio Machado sería impensable sin el parnasianismo y el simbolismo francés… y que incluso la renovación de nuestro premio Nobel se produjo -al igual que lo más singular de la poesía cernudiana- gracias a la lectura de la lírica en lengua inglesa. Cultura con raíces, culturas sin fronteras.
Tengo ya que concluir, y quiero hacerlo desde un realismo lleno de esperanza: no seamos apocalípticos. Como decía Nietzsche, ya hemos cruzado el Gran Mediodía, nos estamos adentrando en la que tal vez será una noche oscura para la Humanidad, pero habrá un nuevo amanecer, una nueva aurora, y de ella surgirá una nueva esperanza. Seguro que lleva la impronta de una nueva humanidad en cuyo ADN habrá rasgos genéticos de lo mejor de lo mejor de lo español y de lo europeo. Y también de los demás colectivos de nuestro planeta, de nuestra única Matria, frente a tantas patrias.