GABRIEL MAGALHAES
Hoy en día muchos crucificamos a Jesús con los clavos de la indiferencia en la cruz del olvido. El mismo nombre de este personaje –Jesucristo– suena como una indiscreción cuando lo escribimos en las páginas de este periódico. Que conste que no hay una particular crueldad en este olvido y en estos clavos nuestros. Se trata de la misma indiferencia que dedicamos a los que se mueren de hambre o de enfermedades curables en continentes lejanos. La misma que nos permite cerrar los ojos ante graves problemas sociales que afectan a muchos que con nosotros se cruzan en las calles de nuestras ciudades.
Lo curioso, sin embargo, es que nuestros mapas del tiempo siguen basándose en Jesús: celebramos su nacimiento, iluminando profusamente nuestras calles invernales, hemos acabado de festejar su muerte y su resurrección, y los años y los siglos los contamos a partir de su aparición en la Tierra. Nuestros niños reciben regalos traídos por unos magos que fueron a verlo y es difícil que nuestros vástagos olviden el hipermercado de felicidades cuya vitrina es el belén.
Hay que confesarlo: siempre que hemos intentado cambiar esta estructura temporal no nos ha ido bien. Y lo que pasa con el tiempo, ocurre con el espacio. Si creáramos una asociación atea en Barcelona, puede que su sede se ubicara en la plaza Sant Felip Neri o en la ronda Sant Pere.
Y, ya que estamos en Barcelona, ¿cómo explicar que en esta ciudad tan librepensadora, en el mejor sentido de esta palabra, siga brotando esa inmensidad de la basílica de la Sagrada Família? A los occidentales se nos olvida la fe, sentida como una antigualla, pero muchas de las personas que solo ven en la Semana Santa una epifanía del turismo y, en consecuencia, se han acercado por estas fechas a Catalunya han hecho cola para visitar esta construcción religiosa. Da la impresión de que somos como los visigodos: hemos derrotado el imperio romano de la creencia cristiana, pero después vivimos en la sociedad que los cristianos crearon, con sus calendarios y sus geografías.
De hecho, las filosofías materialistas suelen ser estrechas y no logran, no quieren, abarcar toda la dimensión de lo humano. Nos miran y comentan: “Esas piernas con las que usted camina sus sueños no existen” o “esas manos con las que usted dibuja sus fantasías no son reales”. Es como si recortaran la fotografía de nuestra realidad y la redujeran al rectángulo de nuestra imagen en el DNI o en el pasaporte. La crucifixión, al menos, nos da nuestro cuerpo entero o incluso todos nuestros cuerpos, reales e imaginarios, y, por mí, la considero preferible a las brutales amputaciones del materialismo más feroz, que nos sienta para siempre en una silla de ruedas biográfica.
Es innegable que muchos se han aprovechado de esta cruz, que es un ave a punto de volar hacia todas partes, para dominar y oprimir a los demás. Que Dios perdone a los que han dado a la cruz, diagrama de libertad, la forma de las rejas de una cárcel. Y que conste que admiro a los que han antepuesto su vigor existencial a esta religión en forma de miserable presidio. Bendito sea, pues, este cristianismo nuestro contemporáneo, tan frágil, tan poco oficial, que ya no puede imponer nada a nadie.
Aunque Cristo no hubiese existido, la vida seguiría crucificándonos. La vejez, por ejemplo, funciona como un Gólgota progresivo. Y el último lecho de un enfermo representa, en realidad, una extraña cruz mullida. Pero, antes de eso, se nos crucifica destinándonos a la penuria económica y, en muchos continentes, a la pura miseria. El trabajo esclavo o una labor mal pagada, realizada como una infinita condena, también son cruces. Se nos crucifica en los desiertos de soledad a los que muchos están condenados. De hecho, la cruz no es un arcaísmo, sino algo profundamente actual.
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Al subirse a la cruz y al resucitar, Jesús nos salva, diciéndonos que la oscuridad de nuestras vidas jamás tendrá la última palabra. Sometiéndose a una bárbara injusticia y reviviendo después, nos demostró que la opresión humana no triunfará. Por ello, les comentaba que, en efecto, la cruz es un pájaro a punto de volar. Nada entendemos de ella si la miramos como un macabro negocio, en que alguien tiene de morir brutalmente para pagar, con su sangre, los pecados de la humanidad. Esto es transformar la hermosura del gesto de Jesús en una película de terror.
Y, a sabiendas de que el mal del mundo no nos puede encadenar, cada uno que encuentre después su modo de renacer, su personal resurrección: sea a través de la lucha por cambios políticos, de la rebelión ante todo lo que está mal o de la entrega suave a los demás. Sea, igualmente, valorando el arte y la ciencia como grandes aventuras espirituales de la humanidad. La fe no debe cerrar las puertas al pensamiento y a la creatividad, sino todo lo contrario: debe abrir nuevos horizontes a nuestras ideas y a nuestra imaginación. No dejen nunca que la fe los encierre en una existencia miedosa, amilanada, en una mentalidad estrecha e intolerante.
No creemos, pero vivimos en los tiempos y en los lugares de la creencia. Nuestras ciudades son laicas a más no poder, y en ellas nacen ingentes templos religiosos. Negamos la cruz de Cristo, al mismo tiempo que en ella somos crucificados. Nos sumergimos en la tristeza del materialismo, y nuestras juveniles sonrisas iniciales derivan, con el tiempo, en lágrimas que nada consuela. Mientras esto sucede, Jesús resucita siempre, invitándonos al más allá de nuestro dolor. No nos quiere encadenar a nada, sino liberarnos de todo. Está ahí, justo a nuestro lado, quizá precisamente donde no lo vemos. A veces basta con encender una cerilla de ilusión para sentir su presencia.