Mi Joan Manuel Serrat

Hoy haré algo que un periodista no debería hacer, pero creo que podría interesar a los lectores y por eso me permito la indulgencia. Uno no debería hablar de sí mismo a un texto periodístico, pero este escrito es más bien una pequeña recopilación de vivencias memorialísticas relacionadas con Joan Manuel Serrat. Probablemente, lo justifica […]

Hoy haré algo que un periodista no debería hacer, pero creo que podría interesar a los lectores y por eso me permito la indulgencia. Uno no debería hablar de sí mismo a un texto periodístico, pero este escrito es más bien una pequeña recopilación de vivencias memorialísticas relacionadas con Joan Manuel Serrat. Probablemente, lo justifica el eco de que su retirada de los escenarios y conciertos conmemorativos está teniendo y mi especial circunstancia personal a lo largo de los años. He vivido cerca del artista en varios momentos de mi vida y estoy en condiciones de comunicar al lector algunos detalles que han sido para mí vivencias personales que no importan a nadie, pero que pueden contar la personalidad de Joan Manuel Serrat: creativa, cálida, cariñosa y brillante. Éste ya no es sólo el artista que he seguido como reportero, es mi Serrat.

Un aprendiz aplicado

A los hijos de familia trabajadora nos han enseñado a saludar con respeto, vestir con corrección y no decir tacos; los Froilanes son otra cosa pero de ninguna manera jóvenes obreros. Cuando empezó a actuar bajo la denominación de Els Setze jutges, Joan Manuel Serrat se presentaba como lo hace un joven trabajador el primer día de trabajo, con un traje marrón y corbata bien ajustada, perfeccionista él, y se aplicaba a una tarea esforzada: enseñar a los “jueces” cómo hacer lo que decían que querían hacer. Los pioneros de la canción eran conscientes de sus limitaciones y salían a escena con dignidad y al mismo tiempo sin darse importancia, no pretendían pasar por profesionales y querían que el público mirara la luna antes que el dedo que apuntaba: la necesidad y la posibilidad de hacer las “canciones de ahora” que debían hacerse. Serrat no, Serrat iba en serio a pesar de no llamar la atención ni atribuirse pretensiones. Formado en la Universidad Laboral de Tarragona, primero como tornero fresador y después como perito agrónomo, estaba hecho a la exigencia y precisión en el trabajo. Era un obrero de verdad, y por eso quienes no lo eran les costaba reconocerle fuera de los tópicos y calores ideológicos del momento. Como lo era Raimon, carpintero como su padre y pinchadiscos en la radio (¿por qué lo esconden?) u Ovidi Montllor, camarero y mozo de almacén. A mí me hacía gracia que, aficionado como estaba en la canción, mi barrio hubiera producido un “juez” y poco imaginaba que pronto subiría a los escenarios con él y después me convertiría en cronista del fenómeno y su actividad.

Éxito creciente

Semana tras semana, los recitales de canción eran un éxito. Se iban incorporando nuevas personalidades, jóvenes que empezaban, lo que podríamos llamar “valores locales” y figuras de estilos muy variados. En nuestro caso éramos cuatro amigos –Albert Batista, Jordi Batista, Pep Farran y un servidor– que alcanzamos cierta popularidad, Els 3 Tambors, más aún al haber grabado dos discos de cuatro canciones cada uno, muy solicitados para realizar conciertos en directo porque existían pocos grupos eléctricos y rítmicos en catalán y repertorio propio. Habitualmente hacíamos la primera parte del concierto, con “jueces” como Enric Barbat y Guillermina Motta, y la segunda corría a cargo de Joan Manuel Serrat. Así nos dimos cuenta de que a la hora de volver a casa hacíamos el camino juntos, hacia Poeta Cabanyes y Elcano yo mismo, que hacían esquina. Eran tiempos de Beatles, Rolling, folk americano y exploraciones diversas. A veces coincidíamos en el programa Radioscope, de Salvador Escamilla, y nos hacía gracia ser del mismo barrio y dar vueltas por los ambientes de la canción que demasiado jóvenes e ingenuos, habíamos mitificado. Y poco a poco nos damos cuenta de que Serrat se va desmarcando del resto de artistas que cantan en catalán, y no porque quiera hacer diferencias forzadas; de la mezcla que semana tras semana se presenta a multitud de escenarios de pueblos y villas se va destilando una suerte de selección que se erigirá en vanguardia. Serrat ya no es el joven tímido que cantaba “Una guitarra” sino el artista cada vez más profesionalizado que encuentra su sitio en un ambiente muy diverso formado por radios, discográficas, músicos, publicitarios, promotores y diferentes buscavidas en el que demasiado a menudo se ve el plumero de la trampa: hacer pasar por interés general y público lo que sólo era alivio del beneficio particular. Muchos todavía no lo veíamos, pero Serrat empezaba a tomar el tamaño a la cuestión. Y pronto vio que a él no le engaliparían por ese lado.

La amistad es la fiesta

A Serrat le gusta celebrar las alegrías de sus amigos. Éramos alrededor del mayo del 68 y un servidor se iba a casar con la novia, y Joan, que lo sabía por mi madre, encontró la forma de participar: me acompañó a recoger los regalos de boda. Los jóvenes de la época no teníamos coche, por lo que el Mini Cooper que representaba su éxito sirvió de transporte con el chaval al volante. Recogida triunfal del novio en la plaza del Sortidor, saludos a todo el vecindario y susurro de la juventud porque el artista le hacía el honor al amigo que antes había compartido escenarios en los recitales de canción y ahora era él quien escribía las crónicas . El mini petaba que daba gusto y chino-chano fueron pasando a recoger paquete tras paquete. Le hacía más ilusión a él que a mí, que era lo que me casaba. Al final, me devolvió a la casa de mis padres, en el Poble Sec, y así se enteró todo el mundo de la boda y la celebración del amigo famoso. Mi madre estaba que no cabía, entre las coñas de los amigos como Clua, Jordi Clua, Mariano Albero y Joan, experto en la importancia de las madres en la vida de todo joven de clase obrera. Lo llamaremos una confraternización de pueblos equina vía nueva canción y un aprendizaje del cachondeo característico de los músicos, iconoclasta y a la vez amable.

Apertura de horizontes

Serrat ve que la música no tiene límites nacionales y no quiere dejar devorarse por el modelo de cantautor francés. Admira a Jacques Brel, pero no quiere ser como él. Tampoco un Charles Aznavour pasado por la sartén, como podía hacer temer a la evolución de su trémolo. Cuando iba a París el chico se ponía al corriente en cuanto a discografía, algo más allá de lo que era habitual en su ambiente. Un día vuelve de viaje con dos joyas inhabituales: los discos de Pete Seeger grabados en Folkways Records y distribuidos en Francia por Le Chant du Monde, y las grabaciones de la italiana Nuova Compagnia del Canto Popolare y su espectáculo “Bella ciao!” (quienes ahora han descubierto la sopa de ajo que sepan que fue Serrat quien importó el producto hace 50 años). Se pasa por casa con los elapés y los ponemos en el tocadiscos monoaural de mi casa del Poble Sec. Nos quedamos admirados; él todavía no cantaba en castellano además de en catalán, pero veía que su oficio era universalista o no. Me dejó los discos para que les enseñara a mis amigos del Grupo de Folk y así Xesco Boix aprendió una versión de Bella Ciao en italiano, grabada en uno de los primeros Discos A los 4 Vents editados por Àngel Fàbregues. El mundo de la canción es, visto desde lo que ahora sabemos, lo que llamamos una red social y hace medio siglo funcionaba como tal. Por un lado, cada día había novedades de aquí y de allá, por otro, había una especie de adscripción o adhesión que cada uno tomaba a su juicio. La canción no era un compartimento estanco, estaba estrechamente ligada a la evolución del país. En ausencia de libertad de asociación y expresión, los cantantes y sus adláteres deben asumir roles de portavoces a veces forzados. Y entonces vemos cómo, de nuevo, hay habilísimos inductores de tomas de posición que, aún con Franco vivo, saben muy bien cómo hacer, repetimos, pasar por interés general lo que es interés particular. Probablemente, lo que hemos vivido estos últimos diez años sea el estallido final de una manera de hacer persistente y que se decía “mi mal no quiere ruido” y “con la roca en la faja”. Él lo vio entonces y contribuyó el gran activista socialista Quico Sabater a desconfiar del poder de la mala voluntad, otros han creído que podrían dominar al animal y al final han sido devorados por él.

Un antes y un después de “Canción de madrugada”

Hubo un antes y un después en la carrera temprana de Joan Manuel Serrat: “Canción de madrugada”. Causó un gran impacto, tanto cuantitativo como cualitativo: el disco más vendido en catalán y la canción más popular de 1967 (el segundo es “Canción del chico del pelo largo”, de Els Tres Tambors, el más vendido entonces en las listas éxitos de El Corte Inglés). Recuerdo como si fuera ahora mismo la primera vez que la escuché: una noche de verano en unas piscinas de Esparreguera, al aire libre, donde actuábamos Serrat, Guillermina y Tambors. Serrat ya era conocido pero todavía no se había convertido en su gran boom. Empezaba a ser visto como un yerno aceptable o un novio amable y sus discos iban siendo descubiertos por las adolescentes, que los coleccionaban con los de Elvis Presley, Adriano Celentano o Françoise Hardy. Aquella canción ya no era una tonada a tres por cuatro o una balada concienciada, era un himno juvenil de alegría y esperanza como “A hard day’s night” en el que uno podía reconocerse. En ella Serrat ya no se recrea en una emocionalidad casi adolescente (“Bajo un cerezo florido”, “Ella me deja” sino que celebra el amanecer rural como explosión esperanzada de vida, y más tarde remacha el clavo con “Ahora que tengo 20 años”. La intuición de Salvador Escamilla se ha cumplido: él era el cantante de masas que la canción catalana necesitaba, el unicornio blanco que ya se hacía esperar. Serrat ya no murmureaba, proclamaba, los “20 años” eran equivalente del raimonià “Al viento” aunque las orientaciones respectivas eran diferentes. Como el “Viva el amor” papasseitiano que cantaba Guillermina Motta o el “Iremos todos hacia el cielo”, de Núria Feliu.

La intuición de Salvador Escamilla

La intuición de Escamilla se basaba en una concepción no elitista de la cultura y una posición fuertemente realista fruto de un trabajo cotidiano en el que hoy diríamos cultura de masas. El locutor era también actor teatral, doblador, músico, cantante, artista de music hall, productor radiofónico y poeta y estaba volcado en el trato directo y franco con el público más popular. Escamilla, procedente del teatro y la poesía, era un gran comunicador porque trataba al público de tú a tú sin halagos ni reproches. Al ver aparecer Serrat captó a la primera una equivalente capacidad para ser llana a partir de una evidente falta de pretensiones sostenida por calidad y exigencia. Escamilla sabía que Serrat era diferente y su espíritu de hombre espabilado con ganas de triunfar reconoció el ánimo de joven con voluntad de hacerse escuchar: ambos estaban unidos por la dolorosa experiencia de resistir a los pretenciosos y los matón. Y de éstos la cultura catalana era y está llena. Escamilla esgrimía el éxito de Serrat como demostración de la vigencia de su tesis: una cultura minoritaria sólo podía salir adelante si evitaba la tentación del elitismo y armonizaba la calidad y la vocación popular, todo lo demás, incluida la polémica lingüística, debía estar sometido a este principio a causa de supervivencia. Se podía tener toda la razón y al mismo tiempo quedar recluido en el bando de los perdedores y finalmente pasar a ser irrelevante. He asistido a horas y horas de polémicas entre cantantes e intelectuales en las que el contacto de los trabajadores de la comunicación con las realidades cotidianas era incapaz de hacer conscientes de lo que estaba en juego a quienes siempre quieren tener razón. Por eso un día sospeché que la polémica, en el fondo no sólo era cantar o no en castellano, era, de hecho, permanecer sujetos a un dictado por una voluntad de parte ante un pluralismo libremente compartido entre iguales. Con el paso de los años, Salvador Escamilla mostró un talento, creatividad, energía y luminosidad a los que no se les ha hecho suficiente honor. Salvador fue continuada y mezquinamente despreciado por los impulsores de la cultura contemporánea catalana, ebrios de elitismo, desprecio que se extendía a todo y todo el mundo que no se plegara al dictado. Nadie ha celebrado su papel no ya pionero, sino enormemente creativo y capacidad de sintonía popular. Salvador podía tener limitaciones y defectos, pero los miserables que le despreciaban eran mala gente. Sin embargo, ni él ni Serrat fueron derrotados.

Publicación original: Catalunya Plural

Artículos relacionados