GABRIEL JARABA
Los hijos de los vencidos de la guerra del 36 no teníamos líderes. Raimon y Diguem no se convirtieron enseguida en un estandarte para aquella generación, que descubrió que el derecho a una vida propia, auténtica, libremente decidida, se podía hacer realidad, de manera personal ya la vez colectiva. Raimon no era rock, pero sonaba duro; no era canción melódica, pero llegaba al corazón.
Este año (2020), en el que Raimon cumple ochenta años, es también el aniversario de una generación. Celebramos no sólo su biografía artística y vital, sino también el recorrido que ha hecho con el público y conciudadanos. Mirando a él ahora nos miramos todos, del mismo modo que cuando la escuchábamos hace décadas encontrábamos en Raimon una personificación de nuestras aspiraciones. Ya dijo Manuel Sacristán, filósofo y dirigente comunista, que, con sus canciones, Raimon ha escrito una biografía colectiva.
Los hijos de los vencidos de la guerra del 36 no teníamos líderes. No lo permitía la clandestinidad y, digámoslo también, la lejanía emocional que nos separaba de los dirigentes de la Catalunya republicana y sus partidos. Unos líderes que desconocíamos y de los que, por decirlo suavemente, nos ha llegado una imagen, colectiva y también personal, intensamente lastrada por una caterva de limpiabotas de la historia y la propaganda, que han creído que trabajaban por el resurgimiento del país practicando el embellecimiento postmortem de quienes lo llevaron al desastre.
Los adolescentes y jóvenes rebeldes y antifranquistas de los 60 no teníamos un Daniel Cohn Bendit o un Rudi Dutschke, ni siquiera un Martin Luther King o unos Siete de Chicago, por la sencilla razón de que, para que los líderes revolucionarios surjan y destaquen después de 1945, es necesario que los produzca una sociedad democrática dotada de un sistema de comunicación abierto. Ni los líderes sectoriales obreros o universitarios podían pasar de ser conocidos por una forzosa minoría de seguidores. Quienes más lejos llegaron en este sentido fueron Marcelino Camacho y los líderes de Comisiones Obreras juzgados al Proceso 1.001 y quizás los 113 detenidos por formar parte de la Assamblea de Catalunya.
Un impacto y una responsabilidad cívica
Es difícil ahora comprender el impacto que escuchar Raimon por primera vez produjo en la juventud de la posguerra. No sólo en los directamente comprometidos con la lucha por la democracia, sino en los jóvenes inquietos que, de repente, se daban cuenta de que en el recientemente descubierto mundo del disco microsurco, no sólo había Elvis Presley o Adriano Celentano, sino un joven como ellos que cantaba Al vent. No era rock, pero sonaba duro; no era canción melódica como los éxitos italianos o franceses, pero llegaba al corazón. (Más tarde, sí, aparecería Serrat para cerrar el círculo de posibilidades de la canción digamos ligera, pero esta es otra historia, que también hemos escrito y continuaremos escribiendo).
En las incipientes colecciones de discos de cuatro canciones comenzaba a aparecer y proliferar un disco con una portada bien diseñada por Jordi Fornas y con foto de Oriol Maspons, y eso era un signo de estar al día y ser catalanista. El éxito popular de la canción pasaba porque las chicas catalanohablantes de quince años tuvieran el disco de Raimon y no, dicho sea con todos los respetos, los de Josep Maria Espinàs o Abella, entre los microsurcos de Françoise Hardy, el Dúo Dinámico y Peppino di Capri. Raimon era joven, un joven también, que gritaba libertad. Y tenía una generación que le seguía, no en la clandestinidad, sino en todas partes.
La canción no era clandestina pero sí a menudo censurada. Muchas canciones eran prohibidas y esto hizo que entre cantantes y público se fuera tejiendo una relación de complicidad creciente. El tema prohibido por excelencia era Diguem no, e interpretarlo implicaba una fuerte multa impuesta por la autoridad gubernativa. Raimon y Diguem no acontecieron enseguida un estandarte para aquella generación. El noi de Xàtiva que estudiaba historia se encontró con una responsabilidad, el peso de la cual no era precisamente leve.
La revelación fue el concierto celebrado en la Aliança del Poble Nou en 1966, su primer recital en solitario. Allí se volcó la naciente devoción raimoniana de las adolescentes de fiesta con discos del domingo por la tarde, los chicos universitarios en huelga, los señores y señoras de clase media ilustrada esperanzados con la recuperación de la cultura y la lengua catalanas: un público intergeneracional que iba más allá de las audiencias usuales en los conciertos de rock and roll los domingos por la mañana en el Palacio de los Deportes, pero también de la congregación de melómanos alrededor del Orfeó Català.
El 15 de febrero de 1966, ocho meses después del concierto de los Beatles en la Monumental, nació de verdad, si no la nueva canción como movimiento cultural, sí como movimiento de masas; allí cuajó la percepción de un liderazgo más explícito, pero subjetivamente interpretado como tal, con reflejos tan diversos como facetas el líder que reflejaba los rayos.
La aparición de una realidad alternativa: las cosas podían ser diferentes
Los liderazgos juveniles en las sociedades democráticas de los años sesenta no eran tanto de mando político, sino imágenes de gran complejidad en el sentido cultural. ¿Quién hubiera seguido al Che en Bolivia o en el Congo? Los Beatles hacían la mejor música del mundo, pero cuando abrían la boca daban pena. Nuestros jóvenes eran huérfanos de un liderazgo visible, explícito y definido que, por razones históricas, culturales y sociales, era imposible. Umberto Eco entendió muy bien en la época que escribió Apocalípticos e integrados (1965) que los iconos pop, tanto las frívolas como las revolucionarias, no podían sino ser productos de consumo a los que cada uno podía asignar significados fruto de una elección personal.
Raimon no era un significante vacío de este tipo, ni un líder de partido, como algunos cantantes latinoamericanos. Pero era una realidad tangible, algo propio y uno de nosotros; en medio del franquismo surgía algo diferente, alguien que hace algo diferente, que mostraba que uno podía comportarse, vivir y expresarse de una manera diferente. Y que esta manera diferente de hacer las cosas triunfaba, tenía éxito y encontraba muchos seguidores. En el Olympia de París, en la universidad de Madrid, en Japón, en los Estados Unidos, en los grandes auditorios locales, como el Palau de la Música Catalana, los pabellones deportivos o el campus de la Universitat Autònoma de Barcelona. Este resultó ser el mejor liderazgo que Raimon podía ejercer ante la generación joven: mostrar que el derecho a una vida propia, auténtica, libremente decidida, se podía hacer realidad, de manera personal y a la vez colectiva.
Uno diría que el esfuerzo constante de Raimon, el primer momento, fue hacerse entender como artista. Debía volar con dos alas, la cívica y la poética. Y era consciente de que para mucha gente era difícil captar la complejidad de un creador complejo como él es. A medida que la audiencia de Raimon se ensanchaba y su obra se hacía más diversa y compleja, su público se hacía igualmente plural. El cantante mostraba un compromiso cívico orientando la atención hacia los movimientos incipientemente masivos que apuntaban hacia la democracia, en clave de solidaridad: apoyo al movimiento de los estudiantes, apoyo a Comisiones Obreras, al catalanismo popular, el patrimonio de la cultura.
La represión franquista lo trataba como si fuera él el líder visible de la oposición democrática; él daba voz a la oposición realmente existente y se situaba en medio de la ciudadanía sin atribuirse ningún otro rol que el de un intelectual comprometido, y aún con moderación. Como artista que actúa de cara al público evitó ser asimilado a una vedette de variedades, pero también como intelectual no quiso ocupar un lugar en un debate político en el que no habría hecho ningún mal papel. No estoy seguro de que gran parte de la dirigencia catalanista haya percibido, ni antes ni ahora, la sutilidad de esta postura, ni el acto de cortesía que representaba.
A medida que la cultura catalana iba siendo empapada por la gran mediatización, el público amplio y diverso de Raimon fue siguiendo una u otra tendencia artística y cultural. Gran parte de los artistas de la canción siguieron unas carreras en general exitosas, y muchos de ellos creyeron que la Catalunya democrática los agitaba, probablemente al no percibir que el pavimento en el que se sostiene la cultura de masas es resbaladizo.
Quienes vieron en Raimon únicamente el grito de denuncia cívica y no tanto la elaboración de un mundo poético -literarios, pero también musical- se fueron descolgando de su seguimiento, al menos de manera entusiasta. Quienes temían que el artista pusiera en evidencia su sectarismo no contaban con la finura que le caracteriza, pasándole factura recientemente (y no la primera, por cierto). La intelectualidad amiga de impulsar arriba (¡y abajo!) personajes en el mercado cultural se aburrió cuando vio que no seguía el compás de ciertos mandarinajes. Y el poder, poder real hecho de dinero, influencia e instituciones, vio en él el peligro que intuyó cuando ya en sus inicios comenzó a mostrar independencia de criterio. Raimon ha sido siempre Raimon en 360 grados y si esto todavía hace pupa es que era y es mucho más que una figura catalanista y antifranquista, que venía de lejos e iba más lejos todavía.