GABRIEL JARABA
¿Y si nos estuviéramos equivocando cuando analizamos la evolución de los medios sin tener en cuenta los cambios que se producen en ciertas formas de la vida cotidiana, hábitos e inclinaciones, e incluso tendencias de uso y consumo de otros productos culturales? La relación, por ejemplo, entre servicio de comida rápida a domicilio y visionado intensivo de series de televisión, es evidente, pero: ¿no convendría retomar aquel dictum de “el medio es el mensaje”, de Marshall McLuhan? Por ejemplo: ¿cambian los estilos y géneros musicales a medida que los soportes de difusión oscilan, en idas y venidas, entre el streaming, el retorno de los vinilos (¡y su culto!) y la recuperación del CD por el rap?
La estrecha relación entre quioscos y periódicos es evidente, pero también entre éstos y los bares. No unos bares cualesquiera sino aquellos establecimientos más vinculados a las vidas cotidianas de los componentes de las clases populares. Entrar en el bar del barrio, del que uno es habitual, hallar disponible en el mostrador el periódico del día y pasar el tiempo hojeándolo o incluso sumergiéndose en su lectura es un rasgo que define cierto modo de vivir nuestro. Bar y periódico son, al fin y al cabo, mediaciones ambos y a la vez.
Desde un punto de vista comunicacional, el bar y el periódico nos dan acceso al mundo y nos vinculan con él. Nuestro modo de usar ambas mediaciones es muy importante, pues dicen mucho de nuestra manera de vivir. La presencia del periódico en la barra incita a un ritmo más pausado en el modo como usamos el bar; la disponibilidad del diario en el bar de nuestro vecindario hace de él un espacio más acogedor; si al bar y al periódico le sumamos un nuevo elemento que es el parroquiano, conocido o no, con el que iniciamos una conversación sobre la actualidad, obtenemos el resultado de una forma de sociabilidad que, no por aparentemente superficial es menos evolucionada, una conversación que nos aproxima, nos hace interrogarnos, nos une en cierto modo al reconocernos como parte –uno y otro– de un entorno social propio y amigable.
Por eso resulta inquietante la desaparición de los periódicos disponibles para el cliente en las barras de los bares; Quim Monzó ha dejado de mencionar en su columna sus trifulcas con los acaparadores del periódico de su bar habitual. Nos privan de esa oportunidad de uso pausado del servicio de hostelería. ¿Acaso se trata de algo deliberado? ¿Es la pérdida de presencia física y social del periódico –no se ve gente que lo lleve debajo el brazo por la calle, no vemos leerlo en el metro o en el bus—o es una tendencia marcada en la orientación del negocio de la hostelería? ¿Se induce de un modo u otro a un consumo rápido del producto bar, en el ritmo del servicio, por más que no sea hecho a posta sino por cambios en la vida diaria de la ciudad?
Uno piensa que existe una relación entre la disminución de difusión de prensa impresa y la transformación de los bares en lugares más apresurados. No una relación causa efecto sino de cierta sintonía respecto a un cambio general en los modos de vida. La prensa y la hostelería mantendrían una vinculación más significativa de lo que parece. Pero, ¿y qué pinta ahí el tercer elemento en discordia, los quioscos?
La disminución notable en la venta de periódicos impresos ha barrido del paisaje de la ciudad la presencia de los quioscos de prensa, otrora ubicua (como la de los cajeros automáticos, pero ahora no entraremos en ese jardín). Los quioscos que resisten tratan de resurgir con la venta no sólo de chucherías sino con la función de servicios de hostelería: acudir al quiosco para tomar un café o un refresco, servicio rápido que hasta ahora proporcionaba el bar. El quiosco se reconvierte en punto de suministro de tabaco o pilas, abonos de transporte, suplementos y pequeños objetos de consumo inmediato, incluso de bollería o bocadillos sencillos. Pero no parece que los quioscos entren a ofrecer servicios de mercería o parafarmacia: bragas, calzoncillos, compresas. No parece que esa reconversión del quiosco de prensa en bar cercano esté teniendo éxito, y no sólo por la intemperie desapacible en la que vive: al fin y al cabo hubo un tiempo en que existió un buen número de quioscos de bebidas en Barcelona y otras ciudades, algunos muy notables como en Canaletes, otros vinculados a costumbres también periclitadas, como en la plaza dels Ocellets, en el Poble-sec, punto de reunión de criadores de pájaros. Si el tiempo de la inmediatez veloz debiera favorecer al quiosco, ¿cuál es el punto de enganche de sus nuevos usos con las costumbres populares? Porque la vida es más rápida, pero también discurre más hacia puertas adentro de los domicilios.
Estamos de nuevo con la inmediatez y la rapidez que no dan lugar al espacio y el tiempo mediadores. Quizás no es el diario de papel lo que está en crisis, o no sólo, sino algo más decisivo: nuestro tiempo y ritmo de vida, nuestra forma de vivir hora a hora en el día a día. Echamos en falta un Netflix de la información que vehicule una nueva forma de consumo de lo que fue prensa diaria y suministre material de calidad, solvente y accesible. De momento, parecemos condenados al consumo de chucherías comestibles y legibles de baja calidad e insatisfactorias bajo la mirada severa de camareros que quieren vernos dejar libre la mesa o el taburete, y de gerentes que nos plantifican muros de pago para ahuyentar a quienes no tienen demasiadas ganas de leer y menos pagando. Uso del tiempo y el dinero de una manera humana y satisfactoria, es la cuestión. Ese es el contexto en el que debemos analizar el futuro inmediato de los productos informativos.