GABRIEL JARABA
Esa desazón que vive ahora el hombre occidental no es nueva. Se le van poniendo nombres a lo largo de la historia pero no nace ni siquiera con la modernidad o el Renacimiento. Y presenta a mis ojos una peculiaridad que la distingue de los malestares del resto de sociedades y culturas humanas: un profundo sentimiento de orfandad. Ese sentimiento perenne es reconocido más o menos conscientemente con la elevación del huérfano desvalido a héroe de los cuentos de hadas (de Pulgarcito hasta Superman o Batman) hasta que en los años 50 y 60 el huérfano colectivo cree llegada su hora y se erige en estrella del rock para cantar victoria.
Identifico la orfandad constitutiva de la cultura occidental en la epopeya de Alejandro pero también en la odisea de Ulises, en la búsqueda de la fuente de la eterna juventud y la ciudad de oro pero también en el viaje a la Luna y la observación de los exoplanetas. El huérfano sale de casa porque, sin padre ni madre ni perrito que le ladre, aspira no a conquistar el mundo, como pudiera parecer, sino a dotarle de sentido. Ese fue el error de la Ilustración, creer que bastaba con acceder a la realidad, conocerla y dominarla mediante la ciencia cuando ésta no sólo no está en condiciones de ofrecer sentido sino que dice abstenerse de ello (mediante cierta pirueta filosófico-metodologica que no se confiesa a sí misma).
No se atisba en el horizonte vital e histórico nada que permita pensar en el final de la orfandad ni su paliativo. Al contrario, la nación vuelve a ser la mamá de los niños perdidos. Quizá por ello la Vírgen María ha dejado de aparecerse a los chiquillos huérfanos o pobres (que viene a ser lo mismo). El catolicismo entendió muy bien aquello con lo que la Reforma protestante cometió un inmenso error: no hay consuelo terrestre para la orfandad constitutiva de una civilización, pero sí es imperativo el futuro como deber. Y una ética del futuro debe ser una ética de la esperanza.
Y en esta sencilla constatación radica el problema de la filosofía occidental.