GABRIEL JARABA
El problema del periodismo con internet arranca de la raíz: la omnipresencia espacio temporal de la red rompe con la noción misma de periodicidad. Los ciclos informativos desaparecen y el público se acostumbra a, y reclama, un flujo continuo de información asequible. Todo ha de ser inmediato: ya no hace falta –o no se puede—esperar a la hora del boletín radiofónico o el informativo televisivo, o a la aparición en el quiosco del diario o la revista; lo queremos todo aquí y ahora mismo.
Ojalá, sin embargo, esta demanda fuese expresamente informativa y respondiese a un interés de enterarse de lo que sucede en el mundo. La cuestión es que internet ha impuesto la lógica de la moda y el consumo a lo que toca. Y moda es lo que pasa de moda, y más aún en los países mediterráneos, donde hay un ritmo más acelerado de demanda y consumo de novedades como característica cultural distintiva de estas tierras.
Cuando internet no existía y, por tanto, no se había producido su disrupción periodística, había ciertas temporadas de sequía informativa, especialmente en verano u otras temporadas de vacaciones, como semana santa, en las cuales disminuía el número de páginas de los diarios y se destacaban más las noticias intrascendentes a falta de temas más punzantes. El día de inicio de las vacaciones de agosto los diarios salían con unas fotos enormes en portada que mostraban la Gran Vía o la Diagonal desiertas, sin coches ni tráfico, ni siquiera peatones: un año sí y otro también, era un ritual para indicar, quién sabe si conmemorar, que todos se las habían pirado y que en la ciudad no quedaba ni el gato, ni siquiera noticias a publicar. Pero bien que había que salir a los quioscos y contar cosas. Y para eso existía otra institución, equivalente a la foto de la ciudad desierta: la “serpiente de verano”.
“Serpiente de verano” es una expresión de origen periodístico que se ha consolidado como frase hecha. Una serpiente de verano es un tema llamativo pero que acaba siendo intrascendente, una futilidad que desemboca en nada pero que nos ha entretenido durante unos días. La cosa viene de cuando algún diario publicó un día que en algún lugar de la ciudad había sido vista una serpiente mayor de lo normal y que no tenía que estar allá, un motivo de posible inquietud, pero al final no demasiado peligroso. También podría ser que el origen fuese relativo al monstruo del lago Ness, que, oh maravilla, emergía y se mostraba regularmente cada julio y agosto.
Las serpientes de verano llegaron a ser de muchos tipos: unos vecinos que vislumbran cada atardecer, una extraña ave que sobrevuela los terrados de Barcelona; el fantasma de la izquierda del ensanche, que acotaba sus aventuras al sector izquierdo del distrito, pero de ningún modo al derecho; también algún yayo, generalmente de Georgia, que superaba el centenar de años a pesar de que fumaba como un carretero tabaco de petaca, y ya no hablemos de los años dorados de la fiebre OVNI con un servicio especial desde Roswell. Ahora, en cambio, los paseos de los jabalíes por los barrios de Barcelona ya han pasado a ser habituales y la condición de serpiente de verano solamente la adquieren cuando reaparecen bañándose en alguna playa.
Con el tiempo la globalización acabó con la sequía periódica informativa (aparición de los canales de TV de 24 horas de noticias) pero la gran digitalización, a su vez, serpientizó la información: si no hubiera habido este fenómeno de trivialización extrema basada en el sensacionalismo no hubiésemos tenido el fenómeno de las fake news, versión perversa y malintencionada de las inocentes y primitivas serpientes de verano. Este agosto nos ha costado identificar la serpiente de verano como es debido, y en nuestra humilde opinión el bailoteo desacomplejado de Sanna Marin, la primera ministra finesa, no da la talla; tampoco, y ni siquiera, el riesgo de la central nuclear ucraniana nos ha hecho levantar la ceja al temer un nuevo Chernóbil.
Hemos llegado, a pesar de todo, este año, a rizar el rizo con este asunto: ahora la serpiente de verano es el verano mismo. El incremento de temperaturas producido a raíz del cambio climático nos ha hecho ir un poco más allá del habitual charloteo sobre el tiempo que hace: cuando llueve, porque llueve, y cuando no, porque no. La manifestación de lo que parece un recalentamiento del planeta ha venido de la mano de cierto temor por una posible crisis energética en Europa y unos efectos colaterales de la guerra de Ucrania que pueden poner en peligro el estado del bienestar (que tanto parecen menospreciar los putineros hasta que les tocan la faltriquera). El verano, en tanto que serpiente de verano, se muestra, sin embargo, por boca de Emmanuel Macron y su “la abundancia se ha acabado”; hombre, es demasiado pronto aún para enseñar las cartas del juego del sistema y hacia donde apunta la partida.
Llegamos aquí a un punto que va más allá de la frivolidad paranoticiosa, que es la lógica de dominación del sistema neocapitalista, que pugna por ser autoimpuesta, por voluntad propia, a medida y mansamente, mediante la gran digitalización. El largo y cálido verano del 2022 ha venido después de la pandemia, con lo cual la ciudadanía ya ha demostrado de sobras su capacidad de espíritu dócil y manso: entonces ya se vio que lo que preocupaba eran las existencias de papel higiénico y ahora, la disponibilidad de cubitos de hielo para el refresco; repetición de la jugada.
La serpiente de verano, pues, cambia de piel. Pasa de ser un recurso y un entretenimiento, para convertirse en un banco de pruebas: de pruebas de resistencia de materiales. De hasta qué punto los ciudadanos están dispuestos a cambiar libertad por seguridad, autonomía por comodidad.
¿Exagero o soy un tremendista conspiranoico? Qué va, solamente indico qué es lo que se espera de la información en la sociedad compleja cuando empiecen a caer chuzos de punta civilizacionales. La lectura de El miedo a la libertad, de Erich Fromm, es obligada, sobre todo, para no confundir lo que se anuncia con una manía conspiranoica: se le llama lógica del sistema de dominación. Y en medio de la complejidad hay que conseguir que sean los mismos súbditos quienes reclamen disciplina: en nombre de la necesaria salvación del planeta de la que todos somos responsables, como es evidente, y antes lo era la liberación del proletariado o la razón de estado.
Por si no se ha entendido lo diré en palabras de Antoni Puigverd: “El tremendismo climático es una reacción sentimental. Nos estamos convirtiendo (…) en una sociedad medievalizante, fatalista. La angustia y la parálisis nos dominan. El alarmismo contribuye a intensificar la labilidad psicológica colectiva. Las sociedades asustadizas y emotivas son muy manipulables. Los flautistas de Camelina triunfan en ellas fácilmente”.
Publicación original: Catalunya Plural