GABRIEL JARABA
La revista humorística La Codorniz, cuando salía en los quioscos en los años 60, publicaba una sección que se titulaba “Donde no hay publicidad resplandece la verdad”. Este título era parte de una concepción de la publicidad que ahora sabemos rebasada, considerada un estorbo, necesario a lo sumo, que incluso ensuciaba los contenidos ya veces los condicionaba: de ahí que su ausencia garantiza la “verdad” de lo que era publicado. Ahora ya es sólo la gente muy mayor quien llama la publicidad “propaganda”, con un tono algo despectivo, mientras que la mayoría vivimos inmersos en un mundo directa y explícitamente publicitario.
Hoy la publicidad se estudia en la universidad y es una profesión prestigiosa, su presencia en los medios no es considerada una molestia porque el negocio de la información sigue dependiendo de ella, se quiera o no: lo que hacen los medios de comunicación desde hace unos dos siglos hasta ahora es vender la atención de sus seguidores a cambio de un beneficio, en forma de ingreso por la inserción de anuncios o bien en otra forma menos evidente por no declarada. Allí donde hay atención del público hay negocio, con publicidad o con otro interés no hecho explícito, y la falta de verdad inherente ya no depende de una presencia o ausencia de anuncios comerciales sino de giros cada vez más enrevesados.
El enunciado de La Codorniz hoy parece absurdo: cada vez hay más publicidad en todas partes y no es ésta la que ahuyenta al público sino la falta de interés de los contenidos. Malo cuando la publicidad falla; los dos signos más patentes de la fuerte crisis económica que sufrimos hace unos años fue la ausencia de camiones circulando por las carreteras cargados con mercancías y el decrecimiento severo de la publicidad televisiva y la disminución de la calidad en su realización, producción y creatividad. La publicidad puede ser o no indicativa de la presencia de la verdad en una publicación, pero seguro que lo es del estado de la economía de un país en un momento determinado. Actualmente la actividad está regida por un exigente autocontrol de sus profesionales y una legislación bastante severa, mientras que organismos como el Consell de la Informació de Catalunya claman por ser escuchados por las autoridades de cara a advertir de las malas prácticas consolidadas entre los editores de los nuevos medios digitales, tanto los domésticos como los por domesticar.
La publicidad ha vuelto a las pantallas con la actual bonanza económica y hay que constatar que ha recuperado el dinamismo que siempre le ha caracterizado. Sin embargo, se echan de menos chispas de genialidad como aquella “República independiente de mi casa” o el más antiguo “Avecrem, chup chup” y muchas otras salidas creativas de la publicidad catalana, industria cada vez más subsumida en el universo del Madrid centrípeto. Ya no estamos en el tiempo de Tuset Street o las agencias MMLB, Tiempo o RCP y se nota que donde está la demanda se imponen unos contenidos y un estilo.
Si echamos un vistazo al grueso de los anuncios que ahora mismo se emiten por la tele nos damos cuenta de unas características reveladoras. Primera, la duración de las interrupciones publicitarias nunca había sido tanta, por norma se permite alargarlas hasta 12 minutos. Esto en términos audiovisuales es una eternidad pero la demanda de contenidos publicitarios es patente. Porque, segundo, el gran aumento de canales debido a las plataformas digitales ha esparcido los anuncios por la generalidad de la programación y han dejado de quedar limitados a las anteriores cadenas analógicas que eran capaces de imponer unas tarifas y una dosificación jerarquizada de inserciones . Los dos grandes duopolios privados concentran la gran oferta multicanal y actúan como centrales de medios, ofreciendo a los anunciantes paquetes muy variados de inversiones, esparcidos por todo tipo de canales temáticos o similares. El efecto es curioso: cuanto más variada es la oferta multicanal más homogénea es la emisión publicitaria: vas haciendo zapping y todos los canales emiten los mismos anuncios.
La homogeneización temática de la oferta publicitaria ha comportado una bajada del nivel económico del público al que se dirigen los anuncios. Las tarifas publicitarias en todas partes se establecen intentando hacer coherentes los productos anunciados con los públicos receptores y su nivel adquisitivo. Los contenidos actuales de la publicidad en televisión indica que toda la oferta se dirige al mismo público, sin apenas excepciones: un público muy popular, mayoritariamente femenino, amas de casa, familiar y adulto, de poder adquisitivo tirando de medio a bajo. Veamos: alimentación sobre todo, con acento en la comida rápida, meriendas y desayunos infantiles; supermercados de bajo precio; higiene femenina; limpieza del hogar; utensilios para la vuelta al cole. También: ofertas de seguros de rebajas, de tarifas de televisión y telefonía de ocasión, cervezas que buscan abrir mercado en un mercado rural, helados y galletas. No encontramos: moda y vestidos, zapatillas deportivas juveniles, coches de alta gama, relojes y perfumes (estos tres reservados para Navidad). Nos encontramos con una oferta dirigida a señoras casadas, de más de 40 años, espectadoras de los programas diurnos y de los reality shows. Los contenidos publicitarios de objetivos comerciales de mayor precio quedan reservados para el fútbol que emiten las plataformas de pago o los estrenos de películas y series.
En el primer trimestre de 2024 la inversión publicitaria en televisión aumentó el 6,6 por ciento, según el estudio InfoAdex. La publicidad televisiva encabezó la inversión publicitaria general, con un 8,8 por ciento, mientras que el único medio que descendió como soporte publicitario fueron los diarios, dominicales incluidos, un 5,2 por ciento. Este crecimiento se expresa, en los contenidos vehiculados, en una orientación coherente con la difusión masiva y popular de la oferta televisiva multicanal concentrada en un duopolio privado. Difícilmente nos llevará esto al resurgimiento de una publicidad ingeniosa, que pretendía una cierta complicidad con el espectador y buscaba insertarse en una tradición popular oral de la que formaban parte la frase aguda, el chiste y el juego de palabras. Adiós a los “Filo, filo, Filomatic”, “¡Anda, los Donuts!” y “Qué menos que Monix”. Nadie habla de este empobrecimiento.