Juan Luis Cebrián: cuando ni siquiera hace falta que los dioses nos cieguen

La altanería de Cebrián hizo que el mítico director de El País se convirtiera en un empresario megalómano y catastrófico. Su figura se convirtió en el paradigma de los intereses que nada tienen que ver con la gestión democrática y leal del derecho a la información.

GABRIEL JARABA

El ascenso y la caída de Juan Luis Cebrián es un resumen de toda una era en la historia de la información en España, una época que va desde la eclosión de la prensa democrática en el tardofranquismo y la transición hasta el momento actual de desprestigio de la profesión y desafección de los medios por parte del público. Su recentísima destitución como presidente de honor del diario El País es no sólo una señal muy llamativa de cómo pasa la gloria mundana sino una marca de un cambio de época, más allá del orgullo infatuado y la voluntad de ser más califa que el califa. Se dice que los dioses ciegan a quienes quieren perder pero las más de las veces los mortales nos bastamos solos para tomar la senda de la perdición.

Juan Luis Cebrián fue el creador de El País junto a Jesús de Polanco, y se mantuvo como director del diario hasta noviembre de 1988, cuando fue nombrado consejero delegado del periódico y de Prisa. Fue el artífice del gran diario español de la Transición, que consiguió a la vez prestigio internacional y ventas, con un liderazgo nunca igualado hasta entonces por ninguna otra publicación española. Contribuyó a la modernización mediática de España, en paralelo a lo que hacía el PSOE en materia política esos mismos años, con unos intensos vínculos entre el rotativo y esta fuerza política.

Un nuevo poder periodístico inédito en España

Fue ese insólito éxito lo que provocó la aparición de una competencia también inédita, con el surgimiento de nuevos grupos editoriales que le iban a disputar la supremacía no sólo periodística sino política e ideológica. Una batalla, al principio con maniobras que el PSOE, en su plena expresión felipista, fue incapaz de ver venir, y ni siquiera combatir, como el ascenso de la cadena radiofónica COPE, que pasó de ser una deslavazada colección de emisoras locales y regionales a punta de lanza de un combate despiadado por parte de unas fuerzas políticas en ascenso, el aznarismo. Mientras, el socialismo, el institucional y el otro, iba abandonando a su suerte a Radio Nacional de España, un potentísimo grupo de cadenas de radio con cobertura total y posibilidades extraordinarias. El País actuaba como buque insignia de todo un proyecto político y cultural para el que no se contemplaba parangón.

El poder mediático de El País, Cebrián y Prisa aparecía como una novedad pero históricamente no era tal: ahí estuvo en 1936 el diario ABC financiando el vuelo del Dragon Rapide, con Franco a bordo, para facilitarle la organización de las fuerzas rebeldes militares del Alzamiento Nacional. El apelativo de “Jesús del Gran Poder” a Polanco no sólo se refería a su influencia política, sino a su hegemonía industrial, con Cebrián como Maquiavelo adjunto. No era un periodista cualquiera: su padre había sido director de Arriba, portavoz del Movimiento, y él se formó en el Pueblo de Emilio Romero. Su paso por la dirección de informativos de TVE supuso un breve y prematuro ensayo de aperturismo en el seno de la radiotelevisión estatal con Franco vivo. Y se sitúa en el centro de la operación que iba a hacer de Santillana, una editorial de libros escolares, el eje del nuevo poder mediático de la democracia, que llegó a incluir a Manuel Fraga entre los impulsores de El País.

El emblema de un país en transformación

Almodóvar, la movida madrileña y El País, con Felipe González de trasfondo: ese era el decorado de la nueva España a la que ”no la conocerá ni la madre que la parió” (Alfonso Guerra). Cebrián llegó a formar parte de ese paisaje, como un editor de prensa cercano al poder y crítico con la sociedad, cómplice de los vientos de cambio y aspirante a árbitro de la elegancia intelectual y cultural; su elección como miembro de la Real Academia fue algo a lo que ningún otro editor de periódicos había podido aspirar por méritos propios excepto Luis María Anson cuando desde ABC y la agencia Efe quiso ser para la derecha lo que Juan Luís Cebrián pareció ser para la izquierda. Cebrián conseguiría ser el blanco de innumerables miradas envidiosas pero, a diferencia de Anson, fue designado como objetivo a abatir.

El éxito de ventas y la implantación social del diario indicó a la nueva derecha que se estaba formando el sentido de los nuevos empeños que la habían de devolver al poder: las guerras culturales. La prensa nunca había sido negocio en España con Franco porque el público le daba la espalda, asociando los diarios al servilismo y la mentira. Nunca la información ejerció la menor influencia en la población hasta que apareció la televisión. El nuevo medio se convirtió en el principal recurso de ocio de los españoles y fue en el entretenimiento audiovisual por el que se colaron formas distintas de influencia cultural. Aun así, estaba prohibido que aparecieran en pantalla jóvenes con pelo largo, se aplicaban normas de censura del aspecto corporal pensadas para las variedades y se escarneció a fondo la imagen y sentido de los Beatles cuando visitaron España en 1965.

El sueño del negocio audiovisual

La España de 1976 y años siguientes era, en cambio, un país audiovisual. Desde que Interviu fue un éxito editorial sin precedentes, Antonio Asensio, su editor, se erigió en defensor del derecho a disponer de canales privados de televisión. Primero Univisión, luego Antena 3: el empresario barcelonés comprobó enseguida que para pelear en esa batalla hacía falta un armamento superior a la iniciativa y la audacia. Cebrián y Polanco olfatearon correctamente el cambio de era: un gran grupo de prensa debía ser también un gran grupo audiovisual, y un grupo audiovisual tenía que ejercer un impacto económico, empresarial y político que superaba a la mera edición de periódicos. Pronto se alinearon dos bandos en torno a sendas plataformas de televisión digital por satélite, campo en el que se libraría una dura batalla que superaba a la competencia entre medios y empresas y que llegó a implicar a jueces y políticos –o jueces políticos—que coquetearon con la prevaricación corrupta más descarnada.

Los diarios publicados durante el franquismo no competían entre sí y tampoco eran negocio. La Transición mostró, desde sus inicios, que la España otrora analfabeta y abúlica era un hervidero de ideas que precisaban de la comunicación para expresarse. El gran cambio del franquismo a la democracia fue el paso de una España muda a un país que situó a los medios y los periodistas a la cabeza del cambio social y político. La batalla entre Prisa y Telefónica, alineada cada empresa con los respectivos intereses estratégicos contrapuestos, no se había visto nunca aquí. Era la lucha por el reparto de un pastel comercial, pero también por un posicionamiento tendente a una hegemonía política factual o futura y por el atisbo de un amplio giro del negocio de la era de la información.

Los editores de prensa estaban obsesionados por la televisión, temerosos de que el audiovisual acabara con el negocio de los periódicos. Ninguno de ellos vio venir que la verdadera revolución iba a ser la gran digitalización. Juan Luis Cebrián,  avezado a las luchas sangrientas entre mastodontes de la información, despreció a la web 2.0 en sus inicios, considerándola un juego de adolescentes; ni era el único ni estaba en minoría en eso. Las ganancias del diario líder fueron el soporte de una financiación de su funcionamiento y estrategia, con salida a bolsa incluida, y que era lo mismo que hacía su competencia, en manos de un capital italiano cada vez más evidente.

Los cambios profundos en el sector

Y llegó el momento de las decisiones que conducen a la bifurcación de los caminos estratégicos. La industria española de la información aprendió deprisa la pasión agónica de la competencia, pero también se acostumbró a la cómoda dependencia de la publicidad institucional. A medida que la gran digitalización avanzaba se producía el cambio radical del consumo de información, basado en el abandono de la lectura de prensa y la segmentación progresiva de las audiencias televisivas. Los capitanes de empresa informativa, como Cebrián, hallaron que el enorme capital invertido en sus estrategias audiovisuales era pan para hoy y hambre para mañana, el mercado publicitario se trasladaba de la televisión a la red y el público lector tan arduamente ganado abandonaba la prensa (con la desaparición general de los semanarios en España, que otrora produjeron el ascenso del Grupo Zeta). El cambio de era informativa pilló a las empresas prisioneras de una estrategia equivocada, pensada para otro escenario.

La autodestrucción de El País será estudiada como uno de los casos más palmarios de fracaso empresarial autoinducido. La inversión audiovisual resultó ser un pozo sin fondo, en absoluto el negocio estelar que se suponía. Las plataformas digitales habían resultado obsoletas en un momento de rápida evolución tecnológica y el diario otrora exitoso comenzó a perder lectores, ventas y suscriptores. La falsa solución de los ERE se planteó como suele hacerse en las empresas con directivos carentes de imaginación y Cebrián, a pesar de su larga trayectoria periodística e intelectual, no fue una excepción. Escogió como ejecutor de sus ajustes de plantilla a Antonio Caño, un director que muy rápidamente suscitó el rechazo de la redacción y que orientó la línea editorial del diario en dirección divergente a la que le había dado el éxito.  Derechización y desperdicio de capital humano y talento profesional pareció ser la fórmula, con su consecuente corolario en el campo del público: el diario, ante la crisis de lectores, abandona el favor de estos para arrojarse en brazos de los grandes capitales externos a él para que le inyecten inversión; menosprecia a los profesionales que habían dado forma a un producto de éxito y valora a los supuestos creadores de opinión que halagarán a los intereses económicos que se pretenden ganar. Esta espiral tiene como objeto no sólo la descapitalización de El País, sino su entrega a manos de los ires y venires de los grandes capitales que han colonizado el espacio español de comunicación.

Una espiral autodestructiva basada en la altanería

La espiral autodestructiva de El País tuvo en la acusada personalidad de su consejero delegado un factor decisivo. Las redacciones periodísticas están formadas por empleados respondones que no bajan la mirada ante los directivos, profesionales de la argumentación a los que no se les achica con desplantes. Pero en el caso de este diario el contraste se daba entre la salida por la ventana del talento profesional –largamente pagado y trabajosamente acumulado—con el beneficio que esa política aportaba a los bolsillos particulares de los directivos. La altanería de Cebrián, que nunca se había mostrado como un cómplice amigable de su redacción, hizo de aquel director líder un empresario megalómano y catastrófico. Mientras la empresa perdía dinero a espuertas él obtenía ganancias personales gracias a las reducciones de plantilla.

Hundido el prestigio de la cabecera, la empresa fue salvada –al menos de momento—por un grupo inversor internacional que recompuso la dirección del diario y cuyos capitanes ejecutivos no se achicaban ante la petulancia del periodista empresario. Cebrián fue desposeído de su condición ejecutiva como consecuencia de su gestión atrabiliaria y mantenido como presidente de honor para quizás aprovechar los rescoldos de su nombre de otrora. Pero el camino que en su momento emprendió se reveló no como una fórmula para salvar el diario sino para arrojarlo en brazos de otros intereses que no eran los que habían caracterizado su trayectoria. La decisión de borrar incluso esa mención honorífica ha señalado el final de una era en un momento en que su figura ya no era vista como una autoridad intelectual, periodística o política sino como un trujimán más de intereses que nada tienen que ver con la gestión democrática y leal del derecho a la información.

Publicación original: Catalunya Plural

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