Aprendía a coser cuando la mataron

Najat el Hachmi: Me llegan las sangrientas palabras de Josu Ternera cuando estoy concentrada en un pespunte. Y se me mezcla la Sigma actual con el pedal de la Singer de aquella tarde del coche bomba contra la casa cuartel de Vic

NAJAT EL HACHMI

Mi padre traía a veces cosas de los pisos que reformaba y un día se presentó con una vieja Singer. Me pasé días aprendiendo a usarla, peleándome con la correa que se salía de la rueda y el pesado pedal que mi pie infantil no conseguía dominar. Y luego había que enhebrar la aguja. Yo no tenía ni idea y mi madre tampoco, así que fui a casa de una vecina para que me diera cuatro indicaciones básicas. Pasé los días que siguieron pegada a mi máquina de coser. Llegaba del colegio al mediodía y corría a humedecer el extremo del hilo, hacer canilla, me inclinaba hasta casi rozar la aguja con la nariz. No había forma de enderezar los pespuntes, los derroteros en la tela eran la vergonzosa prueba de mi incompetencia como costurera. La obsesión por las puntadas rectas llenó los días que siguieron a la fatídica tarde con una tarea que tenía sentido y utilidad, por lo menos tenía mucho más sentido que lo que contaban en el telediario sobre lo que había pasado a 500 metros exactos desde casa. Esto es, que cuando yo aprendía a coser mataron a Ana Cristina.

Asesinaron a mi mejor amiga. Tengo pruebas que demuestran que lo era, mi mejor amiga. Una carta en la que me lo confesaba. “No te preocupes, eres tú y no M., pero no quiero herir sus sentimientos”. Siempre considerada, atenta, sensible. Qué importante era la amistad para las niñas de 5º de EGB que éramos entonces. Recuerdo días con el corazón en un puño preguntándome si sería correspondida, si tan querida, tan central, tan importante en su vida, si me tendría también como inseparable compañera. ¿Y si escoge a otra? No era solo que disfrutara pasando tiempo con ella; la admiraba y me parecía una niña, una persona extraordinaria. Todos la querían; no exagero ni mis recuerdos han sido deformados por el tiempo y la ausencia. Yo llegué a 3º porque me habían pasado de curso y ya era el segundo grupo en el que me tenía que integrar en menos de dos años. Encima, a mi hermano mellizo no lo adelantaron, así que aterricé en el aula muerta de miedo y cargada de culpa. Me sentaron a su lado y, a partir de entonces, todo fue fácil. No sé si la sonrisa tímida que aparece en este preciso instante registrado en mi memoria es el de la Cristina de verdad que me recibió o es la que vengo rescatando de vez en cuando de la fotografía que luego me regalaron sus padres. Un retrato de cuando hizo la primera comunión. Con dos trenzas de raíz medias y lustrosa cabellera color azabache. Y las inconfundibles gafas. De verdad que no me lo invento: sacaba buenas notas, tenía una relación excelente con los maestros y llevaba gafas, pero nadie la llamó nunca empollona, cuatro ojos ni pelota. No coincidimos como gafotas, porque cuando yo ingresé en el club del astigmatismo ya la habían matado. Habríamos hablado de modelos, colores. La óptica en la que me las hicieron estaba en el mismo paseo donde ella vivía. También la tienda de juguetes enorme que estaba justo enfrente de la casa cuartel. Era todo cristaleras. Se rompieron todos los cristales y la tienda nunca más volvió a abrir. Luego fue un restaurante chino.

Hace tiempo que ya no estoy aprendiendo a coser; hace tiempo que sé coser y mi Sigma semiprofesional de pedal eléctrico me permite pespuntear con precisión a toda velocidad. Estaba puliendo el escote de un vestido cuando llegaron a mis oídos las palabras de un señor que habla de terrorismo cuando lo mejor que podría hacer es callarse. Porque no sabe que Ana Cristina tenía unas manos increíblemente habilidosas, algo fuera de lo común. No sabe nada ese hombre, ¿para qué habla? Ana Cristina no cosía, pero hacía ganchillo y le salían unos tapetes que parecían filigranas, con unos dibujos complicadísimos. Sacaba los patrones de revistas y era asombroso que una niña de tan corta edad fuera capaz de una tarea tan compleja. Claro que también sacaba dieces en Matemáticas y en Lengua. Y en todo. Menos Gimnasia, creo, pero da igual. Era amable, generosa. Prodigiosa. Cuando conocí a sus padres un día que fui a visitarla a casa, entendí de dónde le venían todas esas cualidades. Nada de esto sabe Josu Urrutikoetxea Bengoetxea, quien ha tenido el privilegio no solo de seguir vivo, sino de poder explicarse. Aunque Jordi Évole dice que le ha decepcionado, que esperaba más. Es bueno que te decepcionen los asesinos; preocupante sería lo contrario. Qué quieres que te diga un personaje capaz de afirmar incluso ahora que los muertos de Hipercor fueron culpa del Estado y que los guardias civiles merecían morir en Zaragoza.

Me llegan la voz del terrorista y sus sangrientas palabras por sorpresa cuando estoy concentrada en un pespunte a ras, que no es cosa fácil, créanme. Entonces se me mezcla la Sigma semiprofesional y ligera del presente con el pedal herrumbroso de la Singer de aquella tarde de mayo. Y oigo golondrinas porque, cuando me acuerdo de ese día, me viene también su sonido. Y al revés, cuando es primavera y vuelven las golondrinas pienso en Bécquer, pero también en Ana Cristina, porque en los atardeceres de mayo, te pongas como te pongas, siempre surcan los cielos estas aves migratorias.

Lo que más me impresionó de la primera vez que estuve en la casa cuartel invitada por Ana Cristina es que la familia esperaba a que el padre acabara de trabajar para comer todos juntos. Algo imposible en mi casa; llegábamos todos con un hambre voraz al mediodía y mi madre nos servía inmediatamente la comida. Mi padre entraba y salía con sus horarios de autónomo y casi nunca comíamos con él. Le envidié a Cristina esa comunión familiar, pero, al mismo tiempo, me dio por preocuparme por esas dos horas desde que terminaban las clases hasta que se sentaban a la mesa. Por el hambre, ¿no tendría hambre? Me doy cuenta ahora del privilegio que supone que alguien te abra las puertas a su vida cotidiana, a la tan preciada intimidad. Lo que no consigo saber, y esta imprecisión me llena de angustia, es si el papel pintado del salón de Ana Cristina lo vi de verdad en el interior de su casa o es el que aparece en las imágenes que luego se difundieron de la casa cuartel cortada por la mitad como si fuera de juguete, con la intimidad de los salones y las cocinas expuesta de un modo tan absurdo y repentino a la intemperie. La intemperie del terror y la violencia.

Mis recuerdos de aquella tarde de mayo me obligan a interrogarme sobre conciencia, memoria y cuerpo. Desde 1991, mis células se habrán renovado tantas veces que es posible que no conserve ninguna de entonces, pero es poner el pie en el pedal de mi máquina de coser y volver a la fatídica fecha. Así es como el terror se infiltra en los actos más insignificantes de lo cotidiano, pero nadie va a juzgar a ningún asesino por impregnar mi primeros costuras rectas de dolor, pérdida y tristeza. Tal vez fue culpa mía el haber fijado esa asociación entre mi máquina de coser y el atentado de Vic. En los días que siguieron no supe encauzar igual que mis compañeros lo que sentía y, en vez de llorar y gritar, me dediqué a practicar de forma obsesiva con la Singer. Le di al pesado pedal días y días sin parar hasta que terminé un pequeño pañuelo en el que escribí en mayúsculas y con tela floreada el nombre de “Ana”. Lo guardé con la foto de la comunión y la postal de Navidad que me había regalado: “Espero que disfrutes de tu teléfono”. Porque nos habían puesto línea y eso era un gran avance tecnológico.

Cuando oí la voz cínica de Ternera en la radio, extractos del trabajo de Évole, quise pensar sobre este tema y dar mi opinión, pero no puedo, el cuerpo no me deja. El debate sobre libertad de expresión o creación, el periodismo o la polémica, todo parece un eco muy lejano cuando aprieto con el pie el pedal y me acuerdo de cuando cosía torcido. Mientras cada primavera las golondrinas regresen al atardecer trayendo consigo el temblor de los cristales y el estallido de una bomba, no podré, no podré opinar como si nada.

Publicación original: El País.

Aprendía a coser cuando la mataron

NAJAT EL HACHMI

Mi padre traía a veces cosas de los pisos que reformaba y un día se presentó con una vieja Singer. Me pasé días aprendiendo a usarla, peleándome con la correa que se salía de la rueda y el pesado pedal que mi pie infantil no conseguía dominar. Y luego había que enhebrar la aguja. Yo no tenía ni idea y mi madre tampoco, así que fui a casa de una vecina para que me diera cuatro indicaciones básicas. Pasé los días que siguieron pegada a mi máquina de coser. Llegaba del colegio al mediodía y corría a humedecer el extremo del hilo, hacer canilla, me inclinaba hasta casi rozar la aguja con la nariz. No había forma de enderezar los pespuntes, los derroteros en la tela eran la vergonzosa prueba de mi incompetencia como costurera. La obsesión por las puntadas rectas llenó los días que siguieron a la fatídica tarde con una tarea que tenía sentido y utilidad, por lo menos tenía mucho más sentido que lo que contaban en el telediario sobre lo que había pasado a 500 metros exactos desde casa. Esto es, que cuando yo aprendía a coser mataron a Ana Cristina.

Asesinaron a mi mejor amiga. Tengo pruebas que demuestran que lo era, mi mejor amiga. Una carta en la que me lo confesaba. “No te preocupes, eres tú y no M., pero no quiero herir sus sentimientos”. Siempre considerada, atenta, sensible. Qué importante era la amistad para las niñas de 5º de EGB que éramos entonces. Recuerdo días con el corazón en un puño preguntándome si sería correspondida, si tan querida, tan central, tan importante en su vida, si me tendría también como inseparable compañera. ¿Y si escoge a otra? No era solo que disfrutara pasando tiempo con ella; la admiraba y me parecía una niña, una persona extraordinaria. Todos la querían; no exagero ni mis recuerdos han sido deformados por el tiempo y la ausencia. Yo llegué a 3º porque me habían pasado de curso y ya era el segundo grupo en el que me tenía que integrar en menos de dos años. Encima, a mi hermano mellizo no lo adelantaron, así que aterricé en el aula muerta de miedo y cargada de culpa. Me sentaron a su lado y, a partir de entonces, todo fue fácil. No sé si la sonrisa tímida que aparece en este preciso instante registrado en mi memoria es el de la Cristina de verdad que me recibió o es la que vengo rescatando de vez en cuando de la fotografía que luego me regalaron sus padres. Un retrato de cuando hizo la primera comunión. Con dos trenzas de raíz medias y lustrosa cabellera color azabache. Y las inconfundibles gafas. De verdad que no me lo invento: sacaba buenas notas, tenía una relación excelente con los maestros y llevaba gafas, pero nadie la llamó nunca empollona, cuatro ojos ni pelota. No coincidimos como gafotas, porque cuando yo ingresé en el club del astigmatismo ya la habían matado. Habríamos hablado de modelos, colores. La óptica en la que me las hicieron estaba en el mismo paseo donde ella vivía. También la tienda de juguetes enorme que estaba justo enfrente de la casa cuartel. Era todo cristaleras. Se rompieron todos los cristales y la tienda nunca más volvió a abrir. Luego fue un restaurante chino.

Hace tiempo que ya no estoy aprendiendo a coser; hace tiempo que sé coser y mi Sigma semiprofesional de pedal eléctrico me permite pespuntear con precisión a toda velocidad. Estaba puliendo el escote de un vestido cuando llegaron a mis oídos las palabras de un señor que habla de terrorismo cuando lo mejor que podría hacer es callarse. Porque no sabe que Ana Cristina tenía unas manos increíblemente habilidosas, algo fuera de lo común. No sabe nada ese hombre, ¿para qué habla? Ana Cristina no cosía, pero hacía ganchillo y le salían unos tapetes que parecían filigranas, con unos dibujos complicadísimos. Sacaba los patrones de revistas y era asombroso que una niña de tan corta edad fuera capaz de una tarea tan compleja. Claro que también sacaba dieces en Matemáticas y en Lengua. Y en todo. Menos Gimnasia, creo, pero da igual. Era amable, generosa. Prodigiosa. Cuando conocí a sus padres un día que fui a visitarla a casa, entendí de dónde le venían todas esas cualidades. Nada de esto sabe Josu Urrutikoetxea Bengoetxea, quien ha tenido el privilegio no solo de seguir vivo, sino de poder explicarse. Aunque Jordi Évole dice que le ha decepcionado, que esperaba más. Es bueno que te decepcionen los asesinos; preocupante sería lo contrario. Qué quieres que te diga un personaje capaz de afirmar incluso ahora que los muertos de Hipercor fueron culpa del Estado y que los guardias civiles merecían morir en Zaragoza.

Me llegan la voz del terrorista y sus sangrientas palabras por sorpresa cuando estoy concentrada en un pespunte a ras, que no es cosa fácil, créanme. Entonces se me mezcla la Sigma semiprofesional y ligera del presente con el pedal herrumbroso de la Singer de aquella tarde de mayo. Y oigo golondrinas porque, cuando me acuerdo de ese día, me viene también su sonido. Y al revés, cuando es primavera y vuelven las golondrinas pienso en Bécquer, pero también en Ana Cristina, porque en los atardeceres de mayo, te pongas como te pongas, siempre surcan los cielos estas aves migratorias.

Lo que más me impresionó de la primera vez que estuve en la casa cuartel invitada por Ana Cristina es que la familia esperaba a que el padre acabara de trabajar para comer todos juntos. Algo imposible en mi casa; llegábamos todos con un hambre voraz al mediodía y mi madre nos servía inmediatamente la comida. Mi padre entraba y salía con sus horarios de autónomo y casi nunca comíamos con él. Le envidié a Cristina esa comunión familiar, pero, al mismo tiempo, me dio por preocuparme por esas dos horas desde que terminaban las clases hasta que se sentaban a la mesa. Por el hambre, ¿no tendría hambre? Me doy cuenta ahora del privilegio que supone que alguien te abra las puertas a su vida cotidiana, a la tan preciada intimidad. Lo que no consigo saber, y esta imprecisión me llena de angustia, es si el papel pintado del salón de Ana Cristina lo vi de verdad en el interior de su casa o es el que aparece en las imágenes que luego se difundieron de la casa cuartel cortada por la mitad como si fuera de juguete, con la intimidad de los salones y las cocinas expuesta de un modo tan absurdo y repentino a la intemperie. La intemperie del terror y la violencia.

Mis recuerdos de aquella tarde de mayo me obligan a interrogarme sobre conciencia, memoria y cuerpo. Desde 1991, mis células se habrán renovado tantas veces que es posible que no conserve ninguna de entonces, pero es poner el pie en el pedal de mi máquina de coser y volver a la fatídica fecha. Así es como el terror se infiltra en los actos más insignificantes de lo cotidiano, pero nadie va a juzgar a ningún asesino por impregnar mi primeros costuras rectas de dolor, pérdida y tristeza. Tal vez fue culpa mía el haber fijado esa asociación entre mi máquina de coser y el atentado de Vic. En los días que siguieron no supe encauzar igual que mis compañeros lo que sentía y, en vez de llorar y gritar, me dediqué a practicar de forma obsesiva con la Singer. Le di al pesado pedal días y días sin parar hasta que terminé un pequeño pañuelo en el que escribí en mayúsculas y con tela floreada el nombre de “Ana”. Lo guardé con la foto de la comunión y la postal de Navidad que me había regalado: “Espero que disfrutes de tu teléfono”. Porque nos habían puesto línea y eso era un gran avance tecnológico.

Cuando oí la voz cínica de Ternera en la radio, extractos del trabajo de Évole, quise pensar sobre este tema y dar mi opinión, pero no puedo, el cuerpo no me deja. El debate sobre libertad de expresión o creación, el periodismo o la polémica, todo parece un eco muy lejano cuando aprieto con el pie el pedal y me acuerdo de cuando cosía torcido. Mientras cada primavera las golondrinas regresen al atardecer trayendo consigo el temblor de los cristales y el estallido de una bomba, no podré, no podré opinar como si nada.

Publicación original: El País.

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