FRANCESC ARRROYO
Ha fallecido esta semana el padre capuchino Joan Botam. Con él abrió las puertas del convento que la orden tenía en Sarrià a los estudiantes que querían reunirse para fundar el SDEUB (Sindicato Democrático de Estudiantes de Barcelona) y también quien negó el paso a la policía que pretendía desalojarlos y detenerlos.
La ficha policial se refiere a él una extraña expresión: “Fray Salvador de les Borges Blanques, en el mundo Joan Botam”. Se debe a que, hasta poco después del Concilio Vaticano II, los frailes capuchinos al ingresar en la orden abandonaban su nombre originario y añadían al nuevo su localidad de nacimiento, costumbre que la mayoría dejó de seguir a mediados de los años sesenta, como símbolo de su voluntad de estar, como escribió el policía sin saberlo, “en el mundo”. Para Joan Botam la palabra mundo no era un formulismo: se adhirió no sólo a las corrientes progresistas de la iglesia, sino también al movimiento ecuménico, del que formó parte activa, asumiendo que la palabra católico significa universal.
La Capuchinada tuvo repercusión en medios de comunicación de toda Europa. Contribuyó a ello tanto la presencia de intelectuales (Jordi Rubió, Salvador Espriu, Manuel Sacristán, Ricard Salvat, Carlos Barral, Ràfols Casamada, José Agustín Goytisolo, entre otros) que acompañaban a los estudiantes, como la torpeza de la policía franquista que nunca necesitó ser eficaz. Le bastaba usar fuerza y un dócil sometimiento a unos mandos que tampoco estaban nutridos de lumbreras. El gobernador, Antonio Ibáñez Freire, pretendió (y no logró) expulsar de España a Botam. El rector de la Universidad era otra luminaria, Francisco García Valdecasas. Fue quien expedientó y expulsó a Sacristán. ¡Digno camarada de tipos que se permitían gritar “muera la inteligencia”! Algunos de sus descendientes, con los mismos méritos, hicieron carrera en el PP.
Barcelona fue esos días noticia de portada en la televisión pública (la mejor, porque era la única) y en Radio Nacional. En ambas se leyó un editorial del diario Arriba en el que se insinuaba que en el convento se incitaba a las muchachas a abortar.
Entre los encerrados había estudiantes que más tarde han tenido un papel relevante en la vida de la ciudad: Paco Fernández Buey, Alfredo Pastor, Montserrat Roig, Ferran Sales, Andreu Claret. También periodistas: Antonio Figueruelo o Agustí Pons. Fuera quedaron dos líderes estudiantiles: Enric Argullol, que llegó tarde y no pudo entrar, y Juan Ramon Capella, que estaba enfermo.
Los estudiantes no habían ido allí para encerrarse. Los encerró la policía al no dejarles salir sin entregar el carnet de identidad. Botam tuvo que asumir la organización de la escasez. Los mayores fueron alojados en celdas (nombre que se da en los conventos a las habitaciones); los más jóvenes fueron repartidos en espacios colectivos. Con la comida se hizo lo que se pudo, ya que no se permitió la entrada ni siquiera de pan.
En el exterior se organizó un movimiento de apoyo. Tàpies, Miró y otros donaron obras para que fueran vendidas y su dinero sirviera de apoyo para lo que fuera menester. El encargado de colocarlas entre la burguesía fue Pere Portabella. No vendió ni una. La burguesía barcelonesa (que luego se hizo convergente y hasta independentista) prefería la dictadura a lo que pudieran representar unos estudiantes revoltosos y frailes amigos de los pobres.
La derecha más civilizada logró convencer al gobernador civil de que el arresto de Espriu o Rubió supondría una publicidad muy negativa para el régimen. Ibáñez accedió entonces a autorizar su salida. Actuó de mensajero Martí de Riquer, perteneciente a esa derecha con cabeza y sentimientos. Ninguno de los dos quiso abandonar el convento, salvo que se lo pidiera Joan Botam. No se lo pidió. Martí de Riquer se fue apesadumbrando, pero antes tuvo un gesto solidario: entregó a Rubió su pipa y el tabaco que llevaba. El tabaco era entonces de consumo casi universal, pero nadie llevaba más que el de consumo diario. Estudiantes del Liceo Francés, contiguo al convento, lanzaron cartones a través de la tapia.
Los Capuchinos habían abrazado con entusiasmo el mensaje de renovación de Juan XXIII, que Pablo VI intentó congelar y sus sucesores directamente cargarse.
En la historia futura de Barcelona figurará el nombre de Joan Botam, que vivió en el mundo y con el mundo. Apenas se recordará, en cambio, el de quien ejercía de obispo que, naturalmente, prefirió alinearse con los grises que con los pobres a los que tanto citan los evangelios.