
GABRIEL JARABA
La fundación del estado de Israel fue celebrada y admirada por millones de personas en todo el mundo. Algunos grupos creyeron ver en el nuevo país un modelo para la nación que deseaban ser y otros se maravillaron por la experiencia socialista de los kibbutzim y la eficiencia científico-técnica y social que supuso convertir desiertos en vergeles.
La revolución americana fue la primera revolución democrática del mundo, anterior a la francesa, abanderada de los nuevos valores de la ilustración y la igualdad universal. Somos muchos los que seguimos considerando a Tom Paine nuestro guía, hemos madurado meditando en Ralph Waldo Emerson y Henry David Thoreau y hemos erigido un altar particular a Clara Barton, Rosa Parks, Pete Seeger y muchos más.
Para algunos la bandera roja es también nuestra bandera desde que la revolución de Octubre prometió un nuevo amanecer para la humanidad basada en la emancipación de los modestos. Marchamos bajo ella como lo hicieron nuestros padres defendiendo la República Española y hallamos entre sus pliegues el ánimo para combatir una dictadura criminal y reconstruir un país que merecía reconciliación, paz, piedad y perdón.
Esas tres grandes revoluciones han marcado un antes y un después de la humanidad entera. Convertir el Holocausto en semilla de libertad y renacimiento; demostrar que el sueño utópico de la democracia era realizable y con él situarse a la cabeza de la civilización; hacer de los trabajadores el sujeto de su liberación y llamar a la unión de todos los obreros del mundo para derrotar, como se hizo, al nazifascismo con una gran guerra patria como nunca se ha visto.
En la actualidad sorprende lo rápido que se desvanece la herencia de las revoluciones del siglo XX. La transformación de la Unión Soviética en una cleptocracia nuclear aún no ha sido analizada de un modo que explique su implosión sino la hegemonía del putinismo armado, represor e imperialista. El hundimiento del respeto que Israel inspiraba ha durado lo que un gobierno de ultraderecha ha arrastrado tras de sí a una población entera, provocando un genocidio que suscita en todo el mundo una oleada de solidaridad global comparable a la que produjo la guerra de Vietnam. Y la chifladura malévola de un presidente autoritario ha hecho fluir por el desagüe el soft power americano que había modelado la civilización de los países democráticos que asumieron el derecho constitucional a la felicidad de los ciudadanos como meta a la que aspirar.
El derrumbamiento de los valores y formas de las revoluciones del siglo XX asusta no sólo por sus efectos inmediatos sino por los que pudieran ser los futuros. Los más temibles no son sólo los que se desprenderían de los armamentos atómicos en poder de esas potencias sino la desmoralización producida por el desvanecimiento de lo que otrora fueron sueños de siglos hechos realidad. Porque no sólo de pan vive el hombre sino de los ideales que le permiten creer que es mucho más de lo que parece ser. Son las ideas lo que mueve al mundo porque las personas que lo forman responden a ellas. Las revoluciones nos han decepcionado antes, pero a lo que asistimos ahora es a una nueva etapa que no sólo las ha devaluado y pervertido sino que las ha vuelto en contra de aquellos a quienes debían servir.
Este parece ser el principio de una película terrible. Hay que rescatar a las revoluciones mientras limpiamos el terreno de los brutales simios que parecen haberse adueñado de nuestro planeta.