
ANTONI PUIGVERD
El 28 de febrero del 2013, un helicóptero blanco sobrevoló Roma. Se llevaba a un Papa al retiro voluntario: débil por causa de la edad, no se veía con ánimos de hacer frente a los escándalos y filtraciones que estaban perjudicando tan severamente la iglesia católica. Con este gesto insólito, Benedicto XVI sacudía la estructura eclesial y conminaba a emprender una limpieza a fondo, una reforma decidida. Bajo el impacto de esta renuncia, fue elegido un cardenal argentino, un jesuita de vida sobria y de pastoral comprometida con los pobres. Jorge Mario Bergoglio venía “de la otra punta del mundo” y escogía el nombre de Francisco. El patronímico ya era un programa. En efecto, según la tradición católica, el año 1205, en una iglesita arruinada, Francisco de Asís mientras rogaba pidiendo luz y esperanza, oyó que Cristo le decía: ¿“No ves que la iglesia es una ruina? ¡Dátela cuenta!”. En un momento de oscuridad y desconcierto, un jesuita acostumbrado al rigor analítico, al compromiso social y a una vivencia mística de la plegaria, escogía el patronazgo de Francisco de Asís, que iluminó la oscuridad de su tiempo con la luz de la esperanza, con la ética de la pobreza y con una práctica de la fe cristiana centrada en la caridad.
Francisco no era un desconocido para los que lo eligieron. Su personalidad era claramente alternativa. En primer lugar, escogían a un jesuita, con toda la carga histórica que acumula este orden religioso fundado por Ignacio de Loyola, tan influyente como discutido, tan poderoso como perseguido y hasta prohibido. En segundo lugar, el cónclave había escogido un verdadero periférico. Ni italiano, ni europeo. Un latinoamericano, eso es, representando de una zona de profunda tradición católica, pero también de poco prestigio cultural o económico. De Argentina, la opinión pública europea (católica o no) espera buenos futbolistas como Maradona o Messi o, si se quiere, a grandes escritores como Borges y Cortázar, pero no intelectuales de peso como Hegel o Kant, Habermas o Ratzinger. De Argentina, se esperan mitos y demagogos como Perón y Evita, pero no alguien capaz de dirigir una de las instituciones más influyentes e importantes del mundo en una época de grandes mutaciones éticas y de visible retroceso religioso.
Este segundo factor empezó a enmascarar la imagen del pontífice tan pronto como la sorpresa de la elección y las formas espontáneas de Bergoglio perdieron el esmalte de la novedad. En un primer momento, la opinión pública había puesto sobre todo el énfasis en las formas del pontífice: la renuncia a los zapatos rojos y a otros ornamentos; la austeridad de haber escogido para residir en una simple habitación, lejos de las estancias de príncipe de la iglesia; el tono sencillo y cordial de sus audiencias y homilías. La radicalidad de algunos de sus gestos, como el de lavar y besar los pies de unos presos durante el oficio del Jueves Santo, era glosada como un mérito personal (o como una rareza impropia del papa), pero no como lo que era: un gesto litúrgico de retorno a las raíces del evangelio, el símbolo de una fe que encuentra en los pobres y desvalidos el rostro de Dios.
Cuando Bergoglio empezó a clamar en el desierto por la insensibilidad ante los migrantes que mueren al Mediterráneo huyendo de hambre, miseria y guerra, obtuvo la simpatía del progresismo laico, pero en cambio, se ganó enseguida, el menosprecio de unos sectores católicos identitarios, generalmente identificados con el discurso político conservador. Es reveladora, en este sentido, la argumentación de Marcelo Pera, expresidente del Senado italiano, autor de un libro a cuatro manos con el cardenal Ratzinger. Ya en el 2016, Pera sostenía que Francisco “tiene una visión puramente sudamericana” opuesta a la de Juan Pablo II y Benedicto XVI, que “habían dado en su misión un fuerte acento occidental”. El año siguiente, Pera condenó su atención a los migrantes: “Detesta Occidente, aspira a destruirlo, recurre a todo para conseguir este objetivo (…), el papa refleja todos los prejuicios del sudamericano contra Norte-América, contra el mercado, contra las libertades, contra el capitalismo”. Después de calificar a Francisco de “peronista”, acusación que ha cuajado en la derecha italiana, europea y norteamericana, Pera sostenía: “No tiene nada que ver con la tradición occidental de las libertades políticas y con su matriz cristiana”.
En el mejor de los casos, el menosprecio de los orígenes y de la formación de Bergoglio se ha expresado en los años de su pontificado de manera tierna, pero no menos prejudiciosa: como cuando se describe, incluso con voluntad de elogio, la “simplicidad” o “la espontaneidad” de un papa, que es reducido a una especie de rector de pueblo, un Don Camilo latinoamericano, incapaz de expresarse con el refinamiento teológico de su predecesor.
Hasta que el biógrafo Austin Ivereigh y el filósofo Massimo Borghesi no reaccionaron contra estos tópicos reduccionistas, la opinión católica occidental desconocía la densidad de la teología de Francisco, que bebe de los pensadores franceses (Lubac, Fessard, Certaud) pero que encuentra un punto singular de referencia en el intelectual uruguayo Alberto Methol Ferré y en el documento de la V Conferencia Episcopal latinoamericana en el santuario brasileño de Aparecida. Seguidores de Guardini y Del Noce, Menthol, el grupo de Aparecida y el mismo Bergoglio propusieron una teología integradora, inspirada en la fe popular, que ofrecía a los movimientos populares de emancipación una salida pacífica e inclusiva, opuesta a la mitología marxista, pero tanto o más crítica en la condena del “paradigma tecnocrático”. Un paradigma que expulsa a todos los “inútiles” y “descartados”. Esta visión centra el compromiso cristiano en la caridad, se hace cargo de todas las periferias y pone en valor la existencia de los “no productivos”: parados, viejos, niños, migrantes, enfermos graves, mujeres maltratadas, “mal nacidos” o “todavía no nacidos”. En resumen: todos los débiles que la sociedad tecnocrática y economicista considera no rentables o prescindibles.
Notamos que, mientras la izquierda política escoge solo una parte de estos descartados, la teología de Bergoglio los abraza en todos, cosa que implica persistir en la oposición al aborto y la eutanasia y en la defensa a ultranza de la dignidad de la vida humana. En este punto, el papado de Bergoglio ha entrado en colisión con el progresismo ideológico. Es en este sentido (y también en la ética del deseo individual como patrón de la sexualidad y la identidad de género), que los progresistas europeos y americanos también han acabado rechazando, decepcionados, el supuesto “tradicionalismo” de Francisco .
Al margen de las grandes dificultades que encontraba en la reforma de la curia, en el creciente vaciado de las iglesias ya no solo en Europa, sino también en América, en la herida siempre reabierta de la pederastia, en los intentos pacificadores en Oriente, en la violencia contra los cristianos en el mundo árabe, en las cesiones en qué obligaba a China, en el bloqueo de la aproximación a la ortodoxia por causa de la invasión rusa de Ucrania, en las distancias con un Israel que no le perdonó que hubiera clamado por las matanzas en Gaza y al margen, todavía, de los problemas diarios, de las complicaciones y las tensiones con la curia vaticana, el hecho es que, primero los conservadores (que ya han olvidado del todo que Ratzinger dimitió para hacer limpieza) y después los progresistas habían ido decepcionándose de Francisco. La polarización entre el núcleo conservador que había abanderado el legado de Benedicto XVI y el progresismo casi cismático del sínodo alemán, la tensión fragmentadora de los últimos años de Bergoglio es evidente. Sin embargo, solo la muerte física ha podido frenar su decidida batalla por la reforma.
“Todo el pensamiento de Bergoglio es de reconciliación”, sostiene al filósofo Massimo Borghesi. En contra de las opciones revolucionarias, su teología propugnaba una reconciliación entre débiles y fuertes que permitiría la concordia y la paz social. No se trata, sostiene Borghesi, de un optimismo inocente o de una visión ingenua, sino, al contrario, de un pensamiento dramático surgido de la Argentina de los años de plomo, que dividió la sociedad, (y los católicos) en revolucionarios o filomilitares. La visión cristiana de Bergoglio reconocía los polos en el interior de la sociedad y en una iglesia también dividida entre progres y pacatos. Pero no quería la victoria de unos sobre los otros, siempre generadora de nuevas heridas y resentimientos, sino una síntesis de contrarios. No una síntesis centrista o equidistante. Tampoco como la de Hegel o Marx. La reconciliación no se delegaba ni en la filosofía ni en la lucha de clases, sino en la presencia del Misterio, del Espíritu Santo que, según la tradición judeocristiana, actúa en la historia.
El pensamiento católico de Francisco, que habla sencillo por decisión propia y no por incapacidad de ser profundo, se ha expresado en estos tres pares de conceptos: la unidad es superior al conflicto, la realidad es superior a la idea, el todo es superior a la parte. Seguint Hans Urs von Balthasar, para Bergoglio solo el amor es digno de fe. Por lo tanto, en el tiempo del relativismo y el nihilismo, hay que apelar, más que a la cosmovisión teológica medieval o la antropología de los modernos, a la Misericordia como manifestación de la Verdad.