GABRIEL JARABA
La muerte de Françoise Hardy no es la desaparición de un icono o de un personaje representativo sino el fundido a negro repentino de un reflejo de nosotros mismos, una generación de catalanes y españoles nacida hacia 1950 que construyó una identidad de una forma inédita en la historia, y lo hizo a través del autorreconocimiento como grupo a través de un medio de comunicación aún no estudiado en tanto que tal: el disco microsurco y su industria asociada.
Esa generación fueron los hijos de la guerra española y los primeros que no habían tenido que combatir en una. No sólo vivieron la lucha antifranquista y la conquista de la democracia sino un cambio de costumbres que supuso una aceleración del tiempo nunca vista; sus hijos y sus nietos viven ahora en un mundo del todo diferente, y abocados a un porvenir lleno de interrogantes bastante inquietantes. La voz de Françoise Hardy cantando Tous las garçons et les filles fue el acompañante de un despertar a la juventud radicalmente diferente al de sus padres, una canción de trasfondo interpretada con aire desganado por una chica que se nos aparecía como la novia ideal en ese tiempo.
Una nueva generación de cantantes que no era la “chanson”
La canción de Hardy fue un éxito abrumador en la Francia de 1963 y significó la llegada a todos los sectores populares de la nueva ola de música pop que allí se llamó, sin ironía, yeyé. En toda Europa se estaba convirtiendo en un movimiento que llegaría a ser hegemónico en la cultura de masas, la música pop, gracias sobre todo a la difusión del disco microsurco y del tocadiscos portátil, en forma de maletín e ideal para formar parte del mobiliario de las habitaciones de los jóvenes. Música propia y privacidad, con el añadido de disponer de cambio en el bolsillo para adquirir las novedades discográficas, que se publicarían de manera incesante (porque, como se sabe, moda es lo que pasa de moda). Sobre esta base, soporte material y económico del culto a los nuevos artistas generacionales, se estaba construyendo un cambio cultural y civilizacional que todavía tenemos que comprender bien.
La ola europea de la música pop como estandarte juvenil ocurriría en Francia de una manera peculiar. Habilísimos en la gestión de la excepción cultural francesa, los dirigentes –o al menos los emprendedores– del país vecino olieron inmediatamente el reto: construir un espacio propio y autorreferente de la cultura pop. Los protagonistas fueron Johnny Hallyday y Sylvie Vartan, pero también Claude François, Jacques Dutronc, France Gall, Christophe, Eddy Mitchell, Sheila, Chantal Goya, Catherine Ribeiro, Richard Anthony y Françoise Hardy. En principio fue la trasposición del rock & roll americano protagonizada por Hallyday, Eddy Mitchell, Les Chausettes Noires y grupos similares, pero pronto el modelo francés de música tomó vuelo propio; se trataba de crear un star system bien diferenciado del modelo inglés y el americano, que cantaba exclusivamente en lengua francesa e indicaba los caminos estéticos por los que debía desarrollarse la caracteriología del movimiento pop de la república.
Una propuesta generacional declaradamente romántica
Françoise Hardy triunfó por todas partes con la canción que hemos mencionado pero grabó muchas más, e incluso participó en Eurovisión representando a Mónaco con L’amour se va. Su éxito marcaba una diferencia respecto al resto del movimiento yeyé: era una cantante romántica con propuesta generacional que llamaba la sensibilidad de las chicas adolescentes y eso la hacía superar de mucho la dimensión estrictamente rockera de la nueva corriente musical: cualquier chica de entre 12 y 16 años se podía sentir identificada. Sí, estaba Sylvie Vartan, eterna pareja de Johnny Hallyday, que con piezas como La plus belle pour aller danser (conocida aquí como La más bella del baile) apelaba al nuevo rol protagonista de la chica adolescente en su papel en las fiestas del domingo por la tarde, pero la actitud melancólica de Françoise era fundamental: un referente clásico de la cultura romántica trasladado al tiempo de posguerra mundial donde todo parecía ser posible de conseguir.
El movimiento pop francés aspiró siempre a ser un fenómeno popular comercial; las élites culturales ya tenían a los cantantes consagrados como emblemas de la disconformidad, tanto si era descreída (Georges Brassens) como si era patriótica (Jean Ferrat). La nueva generación emergente, en contraste, parecía ser apolítica y todavía no estábamos en mayo del 68 sino en una época que se pretendía que había superado la ocupación alemana, la resistencia y la posguerra: la república era un espacio de prosperidad que recuperaba la “grandeur”. La cuestión era reformular en clave de grandeur los nuevos episodios culturales, como la elevación a la heroicidad de los alpinistas franceses que fueron los primeros hombres en conquistar una cima de 8.000 metros con la ascensión al Annapurna en 1950. El Club Alpino Francés tenía 31.500 miembros y los ingleses aún no habían subido al Everest (1953). Maurice Herzog, jefe de la expedición al Annapurna, fue condecorado con la Legión de Honor y fue calificado como “el mayor héroe nacional de la actualidad”.
Una grandeur gaullista para el consumo de los jóvenes
Se trataba de dibujar una grandeur gaullista para la paz y la posguerra que estuviera al alcance de todos los ciudadanos, como el orgullo por la conquista de Annapurna o el coche dos caballos. En el campo de la música esto significa llegar a los tocadiscos portátiles de todas las chicas adolescentes, especialmente de las clases populares. Françoise Hardy era quien tenía la clave de sus corazones: romanticismo, melancolía, sentimiento de incomprensión, soledad adolescente: la fórmula Jane Austen adaptada a los tiempos. No era una chica “liberada” o bohemia sino la hija prototípica de cualquier familia que ya se podía beneficiar de las vacaciones pagadas para todos conquistadas por el gobierno del Frente Popular de la preguerra. La cultura volvía a ser la continuación de la política republicana por otros medios, aplicada ahora a la naciente cultura de masas juvenil. El nuevo pop francés de los yeyé estaba llamado a proporcionar una dosis de orgullo nacional consumible y asumible para la generación beatle, una grandeur al alcance. Como fenómeno sociológico fue estudiado por el gran filósofo Edgar Morin, teórico de la sociedad compleja, en un memorable artículo en Le Monde, y el apelativo yeyé se consolidó.
Los retazos estaban dispersos pero un visionario de la comunicación vio el vínculo: Daniel Filipacchi, editor del semanario Paris Match, la respuesta francesa al Life americano, líder de la prensa ilustrada europea de gran formato (en Francia, Paris Match; en Italia, Epoca; en Alemania, Stern y Bunte; en España, Gaceta Ilustrada y La Actualidad Española). Filipacchi era fotógrafo y aficionado a la música, acabó comprando el semanario en el que colaboraba y se convirtió en un referente de la gran prensa europea (con él trabajó Josep Ilario Font, el verdadero creador de Interviu, Por Favor, Barrabás y numerosos títulos históricos). Fue el editor, aficionado al jazz y a la radio, quien vio la jugada: tenía un programa de radio semanal en Europe nº 1 que reorientó del jazz a una audiencia juvenil, que se llamaba Salut les copains. El éxito del programa le llevó a crear una revista, del mismo título, que pronto se convertiría en el gran referente generacional de la música pop.
Un año después, el semanario Salut les copains alcanzó el millón de ejemplares semanales vendidos, y Filipacchi volcó en él su saber comunicacional. Paper couché y a todo color, promoción de un star system pop generado por la propia revista, con los artistas entregados a la gran difusión que les proporcionaba, incluso el fotógrafo de los artistas, Jean Marie Perier, importado de Paris Match, hacía también el papel de personaje del entorno musical: causaba sensación la historia inacabable de sus hipotéticos amores frustrados –ahora sí, ahora no– con el objeto distinguido de su fotografía, que era, cómo no… Françoise Hardy. Los cantantes protagonizando una verdadera fotonovela en la vida real en una visualización total y permanente de sus vidas artísticas, hecho inédito entonces.
La pareja posible e imposible Françoise Hardy-Jean Marie Perier, un montón de fans detrás, los programas de radio, el salto de Françoise al cine, los otros amores de ahora tomo–ahora dejo de Hallyday y Sylvie, la promoción de una moda alternativa a la de Carnaby Street y de lugares chic de encuentro, como Golf Drouot, la extensión de la huella en Radio Montecarlo y Radio-Tele Luxembourg, el genio de Filipacchi supo atar el alioli (cubriendo el flanco de edad inferior con la revista para adolescentes Mademoiselle âge tendre y el mensual para adultos Lui, respuesta europea a Playboy). Era la primera vez en Europa que un grupo editorial potente se implicaba en la promoción de un emergente fenómeno pop nacional y generacional, con el resultado de hacerse un hueco en la cultura popular realmente existente al que la chanson clásica no podía aspirar .
Françoise Hardy, Salut les copains y Daniel Filipacchi fueron la fórmula de la que salió toda una revolución comunicacional en la Francia de los 60, que marcó el carácter de dos o tres generaciones. El impacto llegó a nuestro país, de tan fuerte que era el empuje. Inglaterra no fue capaz de construir algo parecido, con publicaciones musicales tristonas editadas en papel prensa, la rigidez de formatos y modos de la BBC y la ausencia de radios comerciales (con las radios piratas perseguidas por la ley) y la carencia de potentes grupos editoriales que generaran publicaciones atractivas para los jóvenes.
Una heroína solitaria entre nosotros
Francia lo tenía todo y la influencia llegó enseguida a Cataluña, con Françoise Hardy como líder (Johnny Hallyday nunca se comió un colín aquí). Muchos más jóvenes de lo que parece compraban Salut les copains, y Françoise era la estrella. Con el mundo comunicacional dimensionado por el franquismo, ella era una heroína solitaria sin ninguna potencia comunicacional detrás aquí –eso sí, con una eficiente distribuidora discográfica como Hispavox–pero fue inmediatamente adoptada por los adolescentes de la época. Hemos dicho que la revolución comunicacional pop de los 60 se llevó a cabo a partir de la difusión del disco microsurco y del tocadiscos portátil. La posesión de ese preciado maletín implicaba la posibilidad de convocar fiestas particulares en casa los domingos por la tarde, y en ellas animar las reuniones a partir de los gustos musicales de las jovencitas. Y digo las jovencitas, porque el tocadiscos maleta y el álbum de coleccionar discos de cuatro canciones eran entonces atributos femeninos. Eran las chicas las que convencían a los padres para adquirir el tocadiscos, con el aliciente para ellos de que las hijas no saldrían a buscar diversión vete a saber dónde y para ellas de crear un potente espacio de referencia en el propio domicilio: fueron las primeras influencers.
La complicidad entre las adolescentes de los primeros 60 y lo que Françoise Hardy era y representaba causó el enorme impacto de la cantante ahora desaparecida. Estaban solos Françoise, el disco de Tous les garçons y las parejas que bailaban la canción bien juntos cuando los padres no miraban. Para los jóvenes de entonces no existía el descomunal aparato comunicacional que la había elevado; era una vinculación fuertemente emocional la que nos unía a esa jovencita de voz triste, que llegó tan lejos que incluso fue traducida al catalán por el editor e impulsor del Grup de Folk Àngel Fàbregues y publicada en el cancionero Uel·lé (1964) que no faltaba en ninguna mochila de los chicos y chicas scouts y excursionistas.
No conocimos otros aspectos de su vida, como sus intervenciones en el cine con Vadim, Godard, Lelouch o su carrera tardía como astróloga, una dedicación muy cuidadosa basada en la corriente de la astrología humanista desarrollada en el siglo XX por los herederos progresistas de esta tradición. Tampoco presenciamos sus actuaciones por las universidades del sur de Inglaterra. Hasta hace poco no conocimos su petición de que le fuera proporcionada una muerte digna a raíz del doloroso cáncer terminal que le afectaba.
Françoise representó un papel imprescindible en la imaginería romántica moderna, el de la adolescente sensible y moderada que muestra su disconformidad con la sociedad mostrándose introvertida. En España no teníamos a nadie así, la opción generacional había sido Rocío Durcal, toda otra vía (Rocío de la Mancha, Tengo diecisiete años, Más bonita que ninguna) y todavía faltaban años para que aparecieran Mari Trini o Cecilia. Ella, en cambio, se había formado escuchando a Luis Mariano y Charles Trenet y era considerada un arquetipo de chica moderna diferente, y entre nosotros, era una continuación del encanto de Juliette Greco reciclado hacia una generación adolescente. La fórmula fue tan potente que la industria la repitió en los años 90 con Hélène, protagonista de la sitcom adolescente Hélène et les garçons, una actriz joven que cantaba siguiendo el surco que dejó Françoise a su edad. La serie de televisión fue emitida por TV3 en catalán, con una canción emblemática también adaptada y cantada por la protagonista en nuestra lengua, con la traducción y producción en el estudio de grabación de París hecha por quien escribe este artículo, donde enseñó a la joven artista a pronunciar el catalán cantando sin que entendiera ni un ápice de lo que decía.
En 1964 sin el artefacto construido por Daniel Filipacchi éramos sólo Françoise, el tocadiscos portátil y nosotros, en la fiesta en casa de los amigos donde nos abrazaríamos por unos instantes con la novia imposible del fotógrafo Perier a quien los poquitos lectores de Salut las copains envidiábamos . Y con todo esto hemos construido una memoria sentimental que ha durado hasta hoy.