GABRIEL JARABA
La Real Academia Española ha recomendado el empleo de un lenguaje más directo y comprensible para la ciudadanía, lo que se conoce como lenguaje claro y, también, lectura fácil.
Leo en La Vanguardia de hoy que “la claridad en el lenguaje en la Administración mejora el servicio público y abre la posibilidad de comunicación con el administrado, además de suponer la base de la accesibilidad”, señaló el Defensor del Pueblo, Ángel Gabilondo, en su intervención en la primera convención de la Red Panhispánica de Lenguaje Claro, impulsada por la RAE.
Informa de ello Magí Camps, jefe de los lingüistas de La Vanguardia y, en la misma edición del diario, predica con el ejemplo: el lector encuentra en una información sobre el proyecto de ley de prohibición del proxenetismo elaborado por el gobierno el uso de un epígrafe que alude a unos protagonistas de la situación abordada en el caso: “puteros”.
Uno agradece enormemente la claridad en el lenguaje y la aplicación en consecuencia de tal terminología en la prensa de calidad y de gran difusión: puteros se llama a quienes usan los servicios de las putas, a quienes son aficionados al sexo de pago y a los que se inclinan a ver en sus conciudadanas “señoras que comercian con su cuerpo”, como decían los diccionarios de antes. Putas y puteros son dedicaciones respectivas alusivas a “quienes pecan por la paga y quienes pagan por pecar”, como explicaba hace siglos son Juana Inés de la Cruz, quien tenía bien calados a los hombres de su tiempo y, me temo, de tiempos venideros.
Cuando éramos jovencitos nos llamó mucho la atención un librito firmado (no sé si escrito) por Camilo José Cela, basado en una serie de fotografías hechas por Joan Colom en el barrio chino barcelonés que se titulaba “Izas, rabizas y colipoterras” (1964) que causó cierto revuelo al mostrar el dominio léxico relativo al comercio sexual y que a algunos sirvió de elemento de excitación. A los adolescentes nacidos en barrios cercanos no nos impresionó mucho no sólo porque conocíamos a los y las habitantes de aquellos andurriales y por tanto el factor sorpresa no contaba sino porque sabíamos que muchas de nuestras vecinas habían hallado en la prostitución, siquiera ocasional, un alivio a las carencias económicas de la postguerra. Las gracias de Cela no hacían tanta gracia a quienes nuestros padres habían enseñado a respetar a los que eran más desafortunados que nosotros: no eran colipoterras sino la señora Teresa, la señora María o la señora Trini que andaban a buscarse la vida para dar de comer a sus hijos; desprovistas de lo más básico, por lo menos en su hambre mandaban ellas.
Así que ver impreso el apelativo de puteros en el diario que recibo cada día en casa para describir a una contraparte del asunto me ha causado una satisfacción no sólo por lo adecuado del uso del lenguaje claro y comprensible sino por lo que supone de cierta justicia si se quiere poética y por lo menos lingüística.
Foto: Camilo José Cela.