GABRIEL JARABA
Nuestra vida se basa en una falsa presuposición: que este día que vamos a vivir el sol saldrá por el este. Todas las filosofías ascéticas se basan en una falsa presuposición: que la conciencia de la impermanencia y la fragilidad de lo vivo conduce a una vida éticamente exigente y moralmente digna. Siddharta Gautama acertó en sus constataciones pero erró, me temo, al proponer cierta antropología, si es que lo hizo: olvidó una quinta noble verdad que es que el hombre siempre tropieza con la misma piedra.
El ascetismo puede funcionar bien para individuos o pequeños grupos pero no puede ser una propuesta generalizada. Por eso una religión verdadera tiene que poder ser asumida por todos sin excepción, asequible sin condiciones, porque si no el mecanismo de salvación propuesto se bloquea. Y lo hace porque el ser humano es como es y no como los filósofos o los santos pretenden, y porque todo el mundo tiene buenas razones para hacer lo que hace aunque esté equivocado. Por eso una constatación ética y metafísica de altos vuelos no tiene más remedio que convertirse en una religión popular si desea pervivir. Y como todo el mundo sabe todas las “religiones” son falsas, porque funcionar funcionan pero no al nivel que se les exige o debería exigírseles. La distancia que separa una religión de la verdad es la que hay entre la realidad humana integral y el gnosticismo, lo que hay en medio no es más que tradición cultural o juguetes sociológicos.
De esa presuposición de la inevitabilidad del amanecer cuelga la tragedia humana, tanto en lo que concierne a la esperanza como a su frustración. No es pues de una constatación filosófica, ni siquiera empírica, de lo que depende la salvación, sino de la conciencia del objeto de la esperanza. Por eso el budismo que se predica entre nosotros es tan parecido al catolicismo parroquial de nuestras abuelas y encima sin su elemento fundamental.