GABRIEL JARABA
El cuento de hadas fabricado como relato de la transición pretende hacer ver que el paso de la dictadura a la democracia en España fue un transcurso ordenado y plácido, bajo la dirección de una selección de notables y tutelado por “el motor del cambio”, que era como se aludía a Juan Carlos desde aquella perspectiva. En otra línea, y más recientemente, ha hecho fortuna otra fabricación, la que sostiene que la actual estructura institucional del país es el “régimen del 78”, una manera de decir que la democracia no es tal, o como mínimo defectuosa o insuficiente.
Ambas visiones niegan un postulado de la geometría, que dice que las líneas paralelas se prolongan hasta el infinito sin tocarse. Los dos relatos coinciden, erróneamente, en que la transición fue un fraude y de ello ha resultado un régimen democráticamente tibio que prolonga un status quo franquista por otros medios. I ello gracias a la coincidencia de una supuesta pasividad de la ciudadanía y una voluntad de partidos e instituciones de preservar a una élite económica dominante.
Las dos paralelas, sin embargo, convergen en dos puntos: uno, la negación de la historia reciente, de unos hechos no sólo conocidos sino vividos por generaciones en vida, conscientes y activas; otro, el menosprecio de la etapa de la historia en la que España ha vivido su periodo más largo de paz, estabilidad y prosperidad. El primero intenta evitar o retrasar la evolución de España hacia una democracia política, económica y social más acentuada, el otro muestra una inclinación arriesgada a aventuras de las cuales ya advertían en los años 60 y 70 los partidos y movimientos activamente líderes en la lucha contra el franquismo.
Franco no murió en la cama sino en el quirófano, torturado por los suyos
Se suele decir que Franco murió tranquilamente en la cama cuando no es así: expiró en la mesa de operaciones en medio de un sufrimiento cruel causado por su propio yerno, el marqués de Villaverde, que coaccionó a los médicos para mantener al moribundo con vida, con un sufrimiento equivalente al que el general había auspiciado, para dar tiempo para que los núcleos de poder franquista se organizaran a fin de hacer frente a la irrupción de las fuerzas antifascistas. La actividad antifranquista, la evolución de la sociedad y los cambios socioculturales de los 60 habían despertado en la ciudadanía una ansia de libertad que les había hecho vivir, aún bajo el franquismo, como si ya hubiera democracia. Es por este motivo que Adolfo Suárez, una vez nombrado presidente, declara que su propósito es “elevar a la categoría política de normal lo que en la calle es normal”.
Lo que llamamos transición fue, en realidad, una pugna prolongada y peligrosa, jalonada de actos de violencia terribles, entre los que trabajaban por la democracia –des de antes de 1975— y los grupos partidarios de la continuación del franquismo sin Franco. Estos últimos grupos, muy diversos, eran el sector más ultra de las fuerzas armadas, las instituciones del Movimiento Nacional (los falangistas de primera o segunda hora) y los dirigentes políticos más violentamente recalcitrantes, conocidos como “el bunker”. Con ellos estaban conectados grupos muy diversos de extrema derecha violenta, miembros de la élite falangista conocida como Guardia de Franco, núcleos parapoliciales, comandos agresivos como Guerrilleros de Cristo Rey y un variado mosaico articulado entre organismos estatales, grupos marginales violentos, grupos dirigidos desde el estado, confidentes de la policía e incluso tramas negras internacionales vinculadas al terrorismo italiano fascista.
Esta trama de activismo fascista represivo y agresivo no era una realidad escondida o excepcional; cualquier persona que quisiera ejercer el derecho de manifestación o expresarse libremente se podía encontrar con los llamados “incontrolados”, que ejercían la represión antidemocrática por cuenta propia o como auxiliares encubiertos de la policía. Fue en el momento de morir Franco que franquistas se sienten amenazados. Estalla entonces una violencia que no tiene igual en Europa occidental desde el fin de la guerra mundial.
Casi 600 muertos en ocho años
Entre 1975 i 1983 hubo en España 591 muertos por violencia política, causados por terrorismo de extrema derecha e izquierda, guerra sucia antiterrorista y represión. Son datos recogidos por el periodista Mariano Sánchez en su libro La transición sangrienta. Sánchez, que fue un destacado redactor de la revista Tiempo y es un gran periodista de investigación y notable autor de novela negra, llama “violencia política de origen institucional” a los asesinatos “desplegados con el objeto de mantener el orden establecido, los organizados, alentados o instrumentalizados por las instituciones del estado”; 188 de los 591 muertos de la transición fueron causados por esta violencia y son, precisamente, los menos investigados.
De esta violencia institucional y parainstitucional destacan episodios sobrecogedores como los obreros muertos en Vitoria por la policía en una manifestación; el secuestro y asesinato de la militante trotskista Yolanda González en una operación dirigida por el jefe de seguridad de Fuerza Nueva, el partido neonazi del parlamentario Blas Piñar; el atentado con bomba contra la revista humorística catalana El Papus, en el que resulta muerto el conserje y gravemente herida la secretaria, y del cual aún no se han esclarecido las responsabilidades; el atentado contra la concentración de carlistas en Montejurra, donde mueren dos requetés opositores por fuego de metralleta de un comando fascista italiano vinculado al impactante atentado de Piazza Fontana y dirigido por un pretendiente carlista de extrema derecha ante la inacción de las fuerzas policiales.
La culminación de esta tempestad se produce con el asesinato de los abogados de Comisiones Obreras en el despacho laboralista de la calle madrileña de Atocha, que causará la salida en manifestación pacífica y silenciosa de miles de militantes y simpatizantes del Partido Comunista de España, que causó una profunda impresión en toda la ciudadanía, fuerzas políticas e instituciones por su serenidad y firme reivindicación de la paz.
A todos estos hechos hay que sumarles la acción continuada de los asesinatos de ETA y la aparición de un grupúsculo armado, el GRAPO, dedicado a secuestrar personalidades del régimen y atentar contra policías. Como trasfondo, un estado de alerta permanente por parte del bunker militar, dirigido por los generales Campano, Muñoz Grandes, Milans del Bosch e Iniesta Cano, que poseían listas negras de militantes, ciudadanos, personalidades de la cultura y periodistas a asesinar en una noche de los cuchillos largos reservada como recurso contundente de “violencia política institucional”. El golpe de estado inacabado del 23F fue la culminación de todo aquel proceso, que habría sido no sólo la suspensión de la transición a la democracia sino un baño de sangre que los que parecen desconocer la historia de aquel tiempo se empeñan en ignorar.
Comprar a la extrema derecha para desactivarla
Recordar aquí estos antecedentes no es inane. Sirve para situar la cuestión de la corrupción política en España en el contexto adecuado y necesario. La transición era una batalla desigual, en la que un bando actuaba armado y estaba integrado, cuando no protegido, por instituciones del estado, cuerpos y grupos que sr resistían al sometimiento al orden democrático. La iniciativa democrática se propuso neutralizar y desarticular aquella trama tan compleja, diversa y poderosa, con la cooperación de los elementos que habían decidido apostar por el nuevo estado de cosas. Y entre ellos se puso de manifiesto que para neutralizar a los franquistas había que utilizar una herramienta franquista: la corrupción.
Todo el transcurso del franquismo, desde meses anteriores al 18 de julio hasta el mismo momento de la muerte de Franco, estuvo definido por la violencia, por una parte, y por las estrategias de la corrupción por otra. Franco se impuso entre los suyos no sólo por habilidad política y estrategia sino por una administración generalizada pero muy selectiva de la corrupción. No había idealistas en el régimen franquista, los que quedaban se alejaron de él o fueron reprimidos. Todos el que formara parte era “tocable”. Si España entera era botín de guerra de los vencedores la rapiña era la consecuencia natural y la compraventa de fidelidades la moneda corriente.
Todo el país estaba marcado por una corrupción en escala que iba desde los altos mandos del ejército hasta los confidentes de la policía formados por falangistas, ex miembros de la División Azul, veteranos de guerra, quintacolumnistas que habían conspirado contra la República, ex republicanos cambiados de camisa, dirigentes del sindicato vertical y determinados sectores de profesiones como taxistas, estibadores portuarios, chóferes de personalidades o médicos (recuerden el contrabando de penicilina cuando esta no se importaba a España o la subcontractación de máquinas de diálisis a la Seguridad Social).
De vez en cuando salían a la luz casos más o menos espectaculares –alguno con muertos de por medio— pero todo el mundo conocía de cerca o de lejos la práctica cotidiana de la concesión fraudulenta, el soborno o las comisiones ilegales, en algunos casos totalmente a la vista, como en el caso de las subastas de bienes incautado y sus parásitos conocidos como “subasteros”, que en algún caso formaron parte de los comandos de choque de la violencia institucional “incontrolada”.
Corrupción hasta la cúpula del estado
A pesar del mito del Franco austero e incorrupto, la escala de la corrupción llegaba a El Pardo, con la expropiación regular de joyerías por su esposa o las comisiones que recibía su yerno por la importación de motos Vespa cuando la popular scooter no se fabricaba aún en el país. Cristóbal Martínez Bordiu, por cierto, casado con la hija del dictador, acumulaba ocho plazas fijas de médico cardiólogo y, debido a su incompetencia, se decía, aludiendo a una gran residencia sanitaria de Madrid, que “el marqués de Villaverde ha matado a más gente en La Paz que Franco en la guerra”.
Que la escala de la corrupción llegaba hasta la cúpula del estado se hizo evidente mucho antes de los casos de financiación de los partidos políticos que han ido apareciendo a lo largo de la democracia. El estallido fue la vergonzosa retirada de España del Sáhara occidental, que tuvo como trasfondo los intereses de ministros y diputados en Cortes, como José Solís o Antonio Carro, relativos a la explotación de las minas de fosfatos saharauis. Antes, la colonización de Guinea ecuatorial tuvo como protagonistas a gran número de empresarios, industriales, negociantes y aventureros, en gran parte catalanes (la cara simpática de la explotación guineana más cruel fue la llegada a Barcelona del chimpancé albino Copito de Nieve, proveniente de aquel entorno).
Así pues, el franquismo no era únicamente ausencia de libertades, represión policial y parapolicial, subdesarrollo y autoritarismo sino corrupción extendida a todos los niveles, estructurada alrededor de las instituciones del régimen y toda la administración pública, implicando de este modo a la empresa y a la sociedad. El escritor y miembro de Els Setze Jutges Josep Maria Espinàs lo va definió así: “El franquismo es una dictadura suavizada por la corrupción”.
Esta “suavización” que la corrupción causaba implicaba que el régimen era dictatorial pero sus servidores, según el lugar que ocuparan en la escala de la corrupción paralela, se les podía comprar. Sabedores de que todo franquista tenía un precio, las fuerzas políticas e institucionales democráticas, desde el inicio de la transición, se dedicaron a neutralizar a los recalcitrantes comprándolos. La misma fórmula franquista basada en enfrentar entre ellos a los sectores del régimen en conflicto combinada con concesiones basadas en la corrupción fue empleada para ir disolviendo gradualmente los estamentos del régimen.
La transformación de las Cortes franquistas encabezada por su presidente, Torcuato Fernández Miranda, que había sido ministro secretario general del Movimiento, fue un destacado ejemplo. De hecho, la resistencia y reacción del bunker era consecuencia de todo ello, agudizada por el alto nivel de conflictividad social extendida por toda la ciudadanía –y olvidada por los representantes de las “líneas paralelas” que disfrazan la realidad de la transición —que los resistentes franquistas aprovechaban para exhibir su capacidad de represión y agitación violenta. Esta resistencia era tanto el deseo de impedir el cambio como la voluntad de poner precio a su desistimiento. El resultado de la neutralización del 23F y las profundas sacudidas en el seno del ejército y su integración en la OTAN fueron la muestra de que el aprovechamiento estratégico y la corruptibilidad de los reacios al cambio tuvieron éxito.
Consecuencia de todo lo anterior fue la continuidad y persistencia de las prácticas corruptas, que tuvieron recorrido a lo largo de la transición. Si se da un vistazo a la hemeroteca de la época se puede ver que el éxito de las nuevas publicaciones de entonces se debió a que iban destapando los mil y un casos de corrupción franquista que sobrevivían. Los hechos que la prensa destapaba eran a la veza demostrativos de la posibilidad de cambiar el estatus quo franquista atacando su corrupción como de su arraigo en la sociedad. El odio especial que el bunker proyectó sobre la prensa –la “prensa canallesca” que decían— denotaba que los periodistas pinchaban donde dolía y a la vez que la desactivación de sus elementos respondía al avance gradual de la materialización de su corruptibilidad. Pero en el conjunto de la política y la sociedad permanecieron el lenguaje, la lógica y la eficacia de la corrupción en un sentido u otro, como un trasfondo inevitable e inquietante.
El hecho diferencial de la corrupción catalana
Los cambios políticos de la transición en Catalunya no fueron diferentes. La corrupción institucionalizada se instaló en el país desde la ocupación por el ejército nacionalista mediante la integración de los industriales que regresaron para recuperar las empresas colectivizadas o los personajes que en el interior conspiraron contra la república, con la participación de los restos de la decadente aristocracia local. Catalunya quedó estructurada en una escala de corrupción idéntica a la que imperaba en el resto de España, y con una dinámica de represión de los disidentes como la que se producía en todas partes, en la que los colaboracionistas de aquí se aplicaron a fondo.
Las características revolucionarias de la guerra en Cataluña hicieron que se produjera una contrarrevolución en toda la regla, protagonizada no sólo por vencedores y colaboradores de ultraderecha sino por aventureros, activistas y dirigentes de movimientos populares que durante la guerra se distinguieron por unas acciones irresponsables y una violencia que dividió a las fuerzas republicanas, contribuyendo a la derrota. A inicios del mismo año 1939, recién ocupada Catalunya, era habitual encontrárselos, vistiendo camisa azul, en el papel de denunciantes y represores de sus antiguos compañeros republicanos, a cambio de privilegios e instalados en la franja inferior de la escala de la corrupción del régimen, y no sólo en el inicio del franquismo sino hasta bien entrados los años 70.
Catalunya no fue, pues, diferente en la cuestión de la corrupción franquista, excepto quizá en este caso de “reciclaje” de aventureros temerarios y en otro: caciques locales y dirigentes de la Lliga Regionalista que se habían hecho franquistas durante la guerra, algunos expatriados a Irún o al San Sebastián ocupado por los nacionales. Toda la estructura del Movimiento Nacional en Catalunya estaba integrada i a menudo dirigida por los franquistas locales, nacidos en el país, catalanoparlantes y catalanísimos en cuanto a estirpe. Esto era particularmente visible en el caso de los alcaldes, ya que ser alcalde en tiempos de Franco implicaba automáticamente ser Jefe Local del Movimiento, con los privilegios políticos, económicos y de mando (tanto institucional como parapolicial) que ello implicaba.
lgunos de estos dirigentes son tan conocidos como los alcaldes de Barcelona Josep Maria de Porcioles y Miquel Mateu i Pla, y caciques e industriales que llegaron a ser ministros, como Pedro Cortina Mauri, Laureano López Rodó, y un gran número de procuradores en Cortes.
La implicación automática de poder local franquista y corrupción y su normalidad se hizo evidente cuando las primeras elecciones municipales democráticas, cuando en Sabadell fue elegido alcalde el militante del PSUC Antoni Farrés. Una de las primeras visitas que recibió al estrenarse en el cargo fue la de un importante empresario local que lo primero que hizo fue ponerse a su disposición y dejar un grueso sobre lleno de billetes encima de la mesa del despacho de Farrés. Este se levantó de la silla y, tirándole el dinero a la cara del corruptor, lo echó a gritos, advirtiéndole de que diese gracias por no mandar detenerlo allí mismo. Todo Sabadell quedó impresionado tanto por el coraje de Antoni Farrés como por una acción que nunca se había producido antes.
El poder local era, pues, el estrato más, digamos, visible y accesible en la Catalunya franquista corrupta. La imbricación entre poder político, ejército, aristocracia, instituciones del régimen o asimiladas, funcionariado, cuerpos policiales, dirigentes, activistas y ejecutores del Movimiento Nacional y capitanes de industria, estaba articulada, establecida y alimentada por la corrupción. Moverse por la escala de la corrupción implicaba corromper, ser corrompido o ser mediador en la corrupción. El progreso de la transición representó, en síntesis, el desmontaje de esta descomunal trama en tanto que estructura fundamental del régimen anterior. Pero para poder hacer este desmontaje había que utilizar igualmente actos corruptos que hicieran retroceder a los recalcitrantes. Eso, por ejemplo, fue lo que marcó el ascenso y caída de Adolfo Suárez.
La asimilación convergent de los alcaldes franquistas
La extensión y solidez del régimen estructuralmente corrupto continuó mientras los signos externos, políticos e institucionales del cambio fueron progresando. Los impulsores de la democracia no supieron ver, al parecer, que el uso de la corrupción puesta a su servicio acabaría por afectar al nuevo sistema constitucional. La financiación de los partidos políticos es muestra de ello: por una parte, la decadencia de anteriores sectores dirigentes del PSOE, la caída casi total de los últimos gobiernos del PP, siempre, la dificultad y resistencia a hallar formas de financiación legales o como mínimo aceptables y asimilables a las de la Unión Europea en general; todo ello signo de persistencia de la corrupción franquista adaptada a las nuevas realidades.
Cuando Convergència gana las elecciones al Parlament de Catalunya los alcaldes neopujolistas que hasta hacia cinco años servían al franquismo forman parte de la base de la estructura del nuevo poder autonómico que, dirigido por Jordi Pujol, pretende convertirse en un régimen en sí, y se disponen a ser útiles en la nueva situación. Expertos en el toma y daca de la corrupción entre franquismo, empresa y sociedad, no están solos en la habilidad; se juntan con los miembros de la sociedad civil que ya habían destacado en esta complicidad. No hay que olvidar que el padre de Pujol hizo su fortuna con la compraventa de divisas en los primeros tiempos de la postguerra, siguiendo la misma lógica de los estraperlistas, los comisionistas ilegales y los aliados comerciales e industriales del franquismo.
Con el tiempo, mientras los dirigentes políticos del catalanismo en el poder van tejiendo una red clientelar de fidelidades que pivota en torno al “pal de paller” nacionalista (y que ahora mismo vemos resurgir, transformada, en la articulación del movimiento independentista), los expertos en extorsión instalan, como en el resto de España, sus dinámicas de financiación ilegal de los partidos en el poder. La alusión al “tres por ciento” de Pasqual Maragall en sede parlamentaria no era intrascendente, como se ha demostrado con la salida a la luz del saqueo del Palau de la Música Catalana y las condenas judiciales y legales correspondientes.
El clima institucional y político en el que se producen los hechos que han acabado por afectar al rey Juan Carlos muestran que su presunta actividad de comisionista ha formado parte de un ambiente e incluso toda una cultura completamente extendidos por toda España, Catalunya incluida. No es extraño que en medio de todo eso, el monarca considerase, si no aceptable, normal esta actividad y su silencio en torno suyo, del mismo modo que la financiación ilegal ha parecido inevitable respecto a los partidos y bajo una dinámica legal que ha retrasado exageradamente leyes relativas al mecenazgo y a la contribución financiera de la actividad política.
La pereza y el cálculo interesado adoptados como estrategia política han vuelto a hacer visible la corrupción en la cúpula del estado, tanto como cuando en el momento de la cesión de la provincia española del Sahara el rey va garantizó la españolidad a los que en aquel momento eran conciudadanos nuestros como en el que Jordi Pujol, en el caso de Banca Catalana, dijo “ahora las lecciones las daremos nosotros”.