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Lo que parece nuevo es viejo: el futuro es “Star Treck” y no “Star Wars”

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GABRIEL JARABA

Lo que parece nuevo es en realidad muy viejo. Así, la delimitación semántica de Twitter no es otra que la del telegrama, criatura pionera de la comunicación globalizada producida por redes de cables que cruzaban continentes y mares, y cuyos textos debían ser necesariamente breves pues los mensajes se pagaban por palabra y estaban expuestos a un corte imprevisto de la conexión, con lo que un mensaje largo corría el riesgo de quedar interrumpido. En los vídeos de gatitos, trapisondas familiares y batacazos que llegan a hacerse virales subsiste la profunda huella de las filmaciones primeras de los Lumière, del mismo modo que el no va más del vídeo gamberrístico, la serie “Jackass”, era una versión a lo bestia de la payasada slapstickdel cine mudo.

Tampoco el chismorreo de las redes sociales de Internet, al que se suma la maledicencia y el insulto, son nada nuevo bajo el sol. Quienes se deshacen en aspavientos y dengues ante los excesos retiarios digitales parecen olvidar que la historia de la humanidad ha estado jalonada siempre por espacios de conversación socializada de todo tipo: en los países mediterráneos, los bares en el caso de los hombres, y en el de las mujeres, los lavaderos colectivos. Y se olvida igualmente que la mentira es consustancial al lenguaje, en tanto que estrategia evolutiva de supervivencia. Incluso algún filólogo podría indicarnos que la riqueza léxica y expresiva de un lenguaje viene indicada por la sofisticación y variedad de sus insultos. Si privamos a las comadres de la hora del rezo del rosario, volverán a agruparse en un centro de yoga o terapias alternativas para practicar el pensamiento positivo para obtener ese tipo de solaz, y si fragmentamos y reducimos los espacios generales de socialización y agrupación entre afinidades, se reproducirán en forma de grupos de Whatsapp. Parece sencillo y elemental porque olvidamos que ya en 1968 el viejo Marshall McLuhan advirtió de que íbamos a vivir ya en una aldea global.

¿Quiero decir acaso con lo anterior que nada cambia? Todo lo contrario. Solamente pretendo indicar que las nuevas tecnologías vienen a facilitar funciones sociales, emocionales, lingüísticas y evolutivas que resultan fundamentales en una civilización humana cuando estas ya no resultan posibles a través de las formas tradicionales existentes al efecto o cuando permiten llevarlas a cabo con mayor eficiencia o adecuación a las nuevas formas de vida. Y a menudo esa renovación conlleva ciertos fenómenos de integración evolutiva en los medios y sus realizaciones que constituyen lo que consideramos progreso en su campo que repercuten en otros con impactantes influencias. El correo electrónico consiguió recuperar e incluso intensificar la tradición de la correspondencia escrita y el smartphone ha absorbido y refundido el email, el carteo, el telegrama y todas las posibilidades de comunicación directa interpersonal en una sola forma de telecomunicación integrada óptima y nunca antes alcanzada; del mismo modo que la televisión logró sintetizar en un medio el entretenimiento visual producido antes por el cine, el teatro, la ópera, el deporte y los noticiarios cinematográficos. Ahora las series de televisión están batiendo en cuanto a interés, alcance de público y creatividad a los filmes de largometraje, pero esto es solamente la última etapa de un proceso que comenzó en los años 50, cuando las grandes productoras y distribuidoras de Hollywood se negaron a ceder los derechos de sus películas a la naciente televisión, temiendo que el nuevo entretenimiento doméstico les arrebatara el público de los grandes teatros cinematográficos para recluirlo en las salas de estar… lo que ha acabado por suceder. Lo mismo que cuando las discográficas trataron de impedir la difusión de música por la red; no hicieron más que imitar a las salas de conciertos que en los años 20 prohibían la entrada de los micrófonos radiofónicos en sus recintos.

Existe un hilo conductor en todos los procesos de evolución tecnocomunicacional: integración de dispositivos y medios, incremento exponencial del volumen de información transmitido, miniaturización de los dispositivos, facilitación de uso y acceso en entornos domésticos y móviles, superación de los límites de tiempo y espacio, aceleración intensa de la transmisión, de la oportunidad de disponibilidad y de la sucesión de elementos a consumir.  De estos procesos, algunos ya se han venido produciendo desde hace décadas, como la desaparición del receptor radiofónico doméstico a beneficio del receptor portátil a transistores (miniaturización) que ha culminado en la desaparición final de este y del Ipod refundidos ambos en el smartphone. Lo que parece esencial y radicalmente nuevo en este asunto, lo que puede introducir un elemento decisorio en los cambios cognitivos que se produzcan en nuestra civilización es fruto del factor aceleración: no sólo la velocidad con que se producen los hechos comunicacionales sino la velocidad creciente que aparece cada vez más como la verdadera determinación tecnológica de la recepción de la comunicación, la asimilación de la información y el aprendizaje.

Tampoco el elemento velocidad es nuevo en esta visión del asunto. Por más que nos hagamos cruces por lo rápido que nuestros niños y adolescentes se ven inclinados a desempeñarse al tratar con la información, la aceleración cognitiva ha sido constante desde el despegue definitivo de la última revolución industrial. Las taquimecanógrafas, ¿se acuerdan? Desde la invención de la imprenta hasta hoy los seres humanos han aprendido a leer rápidamente, más deprisa  que nunca en la historia. La alfabetización general permitió el paso de la lectura en voz alta o incluso subvocálica a la asimilación silenciosa del texto leído, en un proceso meramente mental que implicaba la consiguiente aceleración (y los cursos de lectura rápida, ¿recuerdan?). Mientras en la división de la producción en el proceso industrial se imponía la cadena de montaje, en la de administración hacía lo propio la taquigrafía y la mecanografía, escrituras rápidas y estandarizadas, al tiempo que el teléfono aceleraba las relaciones comerciales y el tren, el automóvil y el avión, la distribución de mercancías. Toda una cultura de la modernidad, el futurismo de las dos primeras décadas del siglo XX, estuvo marcada por el culto a lo veloz en la realidad empírica y en la simbólica: la aviación y los automóviles aerodinámicos y de carreras junto con el diseño gráfico basado en la tipografía y la fotografía que imitaba o sugería la aerodinamicidad. Tengo la impresión de que el tránsito de lo moderno del siglo XX a lo transmoderno del XXI pivota en torno al eje de una aceleración que ya no es sólo la velocidad de la aviación y la automoción sino que aspira a una mutación radical y cualitativamente distinta: alcanzar la instantaneidad superando definitivamente los límites espaciotemporales.

Gene Roddenberry fue uno de los verdaderos visionarios de las últimas décadas del siglo pasado, genio comparable al de Alvin y Heidi Toffler e inspiración luminosa semejante a la de Elanor Roosevelt. Como guionista de la serie “Star Trek” perfiló una parábola futurista en la que, a diferencia de “Star Wars”, no se recuperaba la narración del mito perenne sino que se apuntaba directamente a la cuestión central que encierra el advenimiento del futuro: poner la tecnología y su máxima expansión espaciotemporal al servicio de la democracia, la tolerancia, la diversidad y la convivencia. Es la epopeya de Roddenberry y no la de Lucas la narración verdaderamente futurista de nuestro tiempo; en ella se encierra el interrogante que determinará la posible supervivencia y desarrollo de nuestra civilización. Cada capítulo de “Star Treck” es una lección de democracia, en el que se señalan como deseables e irrenunciables los valores del pluralismo, el reconocimiento mutuo y el progreso compartido. La nave Enterprise es un epítome de la república ideal, en la que seres inteligentes nacidos en distintas razas provenientes de planetas diversos conviven y cooperan para llevar hasta una nueva frontera (de resonancias kennedianas) el modo correcto de vivir. Y no sólo seres “humanos” vivos sino incluso androides en perfecta armonía con los nacidos digamos biológicamente. La confrontación se produce con el surgimiento no del diferente sino de quien ostenta mala voluntad, violencia fruto de la ignorancia y agresividad ocasionada por el afán de dominio. La Enterprise se defiende debidamente pero trata de establecer una coexistencia pacífica en el seno de la cual intenta tender puentes de comunicación y entendimiento por encima de las barreras culturales e idiomáticas (el críptico idioma Klingon como símbolo de ello).

“Star Trek” anticipó ya en los 60 gran parte de la tecnología de la comunicación que disfrutamos hoy, desde el teléfono móvil inalámbrico hasta las computadoras operadas por voz, pasando por las pantallas táctiles y las interficies de las palm hasta llegar al ordenador ubicuo y capaz de operar con enormes bases de datos y la inteligencia artificial. Pero el gadget más espectacular de la serie –si dejamos de lado la nave espacial—es el teletransportador, ingenio capaz de desmaterializar un cuerpo en un lugar y materializarlo en otro distinto y distante.  Estoy convencido de que cualquier tecnólogo visionario digno de tal nombre sueña con poder crear un artilugio de esa guisa, lo que supondría el primer intento serio de acometer los límites impuestos por la determinación espaciotemporal (con el permiso del queridísimo Herbert George Wells y su máquina del tiempo). Solamente así podría emprenderse la verdadera carrera espacial, dado que un viaje interestelar solamente podría ser asequible al hombre si se realizara a través de la variable tiempo en lugar de la variable espacio: la nave intergaláctica será una máquina del tiempo o no será.

Que no crea el amable lector que he pasado de hablar de la aceleración de las comunicaciones en su producción y recepción a tratar de la famosa serie de televisión en un excurso impropio de lo que aquí se habla. Desde que el hombre aprendió a montar a caballo para transitar más deprisa sobre la tierra hasta que disparó el primer cohete más allá de la atmósfera, la idea fija que ha marcado la línea de avance del progreso ha sido el intento de superar las limitaciones del espacio y el tiempo. Del espacio: las epopeyas de Alejandro, Marco Polo y Cristóbal Colón. Del tiempo: la invención del teléfono, el telégrafo y la radio. Más lejos, más deprisa, con la esperanza de alcanzar el punto omega del asunto: hágase inmediatamente. La extrema aceleración de las comunicaciones actual no es más que un paso adelante en esta línea de desarrollo histórico. Lo que parece nuevo es en realidad muy viejo. El smartphone que nos conecta rápidamente con la lejanía no es más que un Miguel Strogoff llevado a sus últimas consecuencias (¡gracias, Verne!).

Así que desde esa perspectiva quizás podamos contemplar de otro modo lo que se viene: el cambio cualitativo decisivo en nuestra cultura vendrá cuando seamos capaces de experimentar un cambio cognitivo tan descomunal en el que nuestros sentidos y nuestra mente sean capaces de procesar la información sin problema, daño ni menoscabo de la inteligencia a velocidades muy superiores de las que actualmente implica nuestra capacidad actual en lectura, visionado, cognición y reflexión. A veces me pregunto, cuando los educadores nos mostramos inquietos ante la velocidad e instantaneidad que la comunicación y los videojuegos proponen a niños y adolescentes, si no estamos invirtiendo los términos de la cuestión. ¿Y si el problema no fuera que los más jóvenes resultan afectados por esa aceleración sino que ellos no disponen de medios cognitivos evolutivos para aceptarla y adaptarse? Soy consciente de que actualmente hay que tomar con pinzas estos interrogantes, dada la situación realmente existente en el campo de la educación con sus educandos. Pero hay algo de lo que podemos estar seguros: el proceso de aceleración que hemos descrito no va a detenerse ni siquiera a aminorar la marcha, todo lo contrario. Y llegará a su punto culminante cuando nuestra civilización, en su completo conjunto cultural, tecnológico, antropológico y social, tendrá que hacer frente a un descomunal salto cognitivo fruto de aquel proceso, que planteará un reto evolutivo de un calado insospechado.

Hagamos caso a la fina intuición de Gene Roddenberry y pensemos por un instante que el mundo humano tal como lo hemos ido construyendo apunta a la instantaneidad factual de los acontecimientos. El teletransportador por desmaterialización como preludio de la máquina del tiempo. La superación de los límites espaciotemporales mediante una correcta comprensión definitiva de la naturaleza de la materia… y de la mente. Eso es lo verdaderamente nuevo y no las toscas espaditas laser de los caballeros Jedi.

Publicación original: Aika, Diario de Tecnología e Innovación en Educación