GABRIEL JARABA
La grandeza moral de Nelson Mandela se expandió más allá de su celda de Robben Island cuando el preso 46664 comenzó a irradiar desde ella la irresistible luz del perdón. Nada turba más la comodidad pseudomoral de las personas que la visión del perdón absolutamente gratuito. Alguien que en pura lógica sería comprensible que recurriera a la venganza o incluso albergara odio u optara por una respuesta violenta y en cambio perdona sin mayor doblez es visto como un unicornio blanco en medio del bosque: una aparición súbita que trastoca por un instante esa construcción conceptual de las cosas y su devenir que cada uno realiza en su mente y a la que llamamos realidad.
Mandela fue un Conde de Montecristo al revés: convirtió su particular castillo de If en un laboratorio de experimentación del perdón, cuya aplicación práctica era en aquel caso la reconciliación civil y la derrota política, legal y moral del régimen del apartheid. Dijo una vez Oscar Wilde que la naturaleza imita al arte, y por esa razón los mitos y arquetipos que relata la literatura de todos los tiempos cobran tal fuerza cuando se encarnan en la vida de los hombres que llegan a desencadenar procesos de transformación acelerada de las almas y de los tiempos en que suceden. La renuncia a la venganza justificada (aunque no justificable desde el punto de vista del Evangelio), el abandono del odio y la proposición del perdón activo basado en la tolerancia pluralista y la aceptación del otro fueron las bases morales desde las cuales aquel Edmundo Dantés renunciante reconstruyó su gran país, sometido a un régimen opresivo sin parangón en occidente desde 1945. Acompañadas, por supuesto, de dosis masivas de habilidad política, de sentido de la estrategia, de capacidad diplomática y de un irresistible encanto personal. El que fue un Pimpinela Escarlata negro justiciero, punta de lanza de la lucha armada contra un régimen inmoral y cruel, se convirtió en un Gandhi que ha vivido su propio triunfo y ha muerto en la cama: la fuerza de la encarnación del relato arquetípico de ficción es capaz de torcer el destino fatal.
Mandela no ha sido el único preso de conciencia sujeto a una larga condena durante la cual su pena ha representado un testimonio de entereza y de resistencia a la injusticia y su figura ha proyectado esa ejemplificación moral más allá de las paredes de su celda. La birmana Aung San Suu Kyi en su arresto domiciliario durante dos décadas; el tibetano Tenzin Gyatso, XIV Dalai Lama, en el exilio desde 1959; Aleksandr Soljenitsin en el gulag soviético; en nuestro país, los comunistas Marcos Ana, Gregorio López Raimundo, Marcelino Camacho y Miguel Núñez, este último transformado igualmente por un proceso de tortura cruel y prolongada de dirigente militar y entrenador de guerrilleros en enemigo a ultranza de toda violencia. Lo cual quiere decir que cualquiera de nosotros puede ser un unicornio blanco a condición de asumir esa transformación de llevar hasta las últimas consecuencias el perdón a los enemigos. Pero en el líder sudafricano han concurrido unas circunstancias excepcionales que le han elevado a la categoría de líder globalizado.
A medida que el siglo XX ha ido avanzando hacia lo que Edgar Morin llamó la sociedad compleja, en las sociedades en proceso de globalización se ha ido abriendo paso un espíritu de búsqueda de nuevas ejemplaridades. La opinión cívica moderna nació con el “Yo acuso” de Émile Zola en el caso Dreyfus y esa opinión pública erigida en testigo, acusador y tribunal devino en el “hombre rebelde” de Albert Camus cuya rebelión no era otra cosa –nada menos—que la reclamación de que se hicieran realidad las promesas de la modernidad democrática. Por esa razón en Nelson Mandela se produce la quintaesencia de los valores que ese espíritu colectivo reclama, al sintetizar en su actitud y propuesta la mayor parte de los valores considerados deseables por el moderno hombre democrático. Y su eclosión tiene lugar cuando renuncia a actuar en clave partidaria y su actitud es plenamente inclusiva: la revuelta democrática camusiana es decididamente pluralista y el hombre que se asoma a la posmodernidad sueña con una emancipación no sujeta a visión parcial de la sociedad y de la historia. Por eso la figura de Vaclav Havel emergió con fuerza en la Checoslovaquia postcomunista y por el mismo motivo Mijail Gorbachov fue visto con simpatía en todo el mundo menos en su propia tierra (y de ahí la percepción de decadencia de la figura de Barack Obama, que comenzó desde ese punto de partida y ha terminado plegándose a unos imperativos de la realpolitik que solamente pueden ser superados por algo más que coraje: determinación absoluta y total autoconvencimiento, las varitas mágicas con las que Mandela acabó por abrir el candado de su puerta).
Nelson Mandela, tanto vivo como muerto, constituye la última frontera en la búsqueda del líder emancipador globalizado, y así ha sido erigido por la opinión pública mundial. Y esa imagen dice más de nosotros que de él mismo. Proyectamos sobre esos personajes las cualidades que desearíamos ver implantarse en la sociedad, pero también las que nosotros mismos no somos capaces de realizar. El líder moral globalizado propone un ejemplo ético, una visión del mundo y la posibilidad de la realización de la promesa apocalíptica de “un nuevo cielo y una nueva tierra”. Pero también permite una experiencia vicaria de su personalidad a través de la asunción de su imagen que hace que las aspiraciones de quienes se reflejan en ella no lleguen a llevarse a la práctica. Y eso es porque para que así sucediera serían necesarios procesos de transformación, personales y transpersonales, en los corazones de las personas así conmovidas, consiguientes y consecuentes con las respectivas transformaciones experimentadas por los héroes ejemplares.
He dicho héroes y sin casi darme cuenta llego al quid de la cuestión. El nacimiento, vida, muerte, pasión y resurrección de Jesucristo practican una cesura fundamental, esencial e irreversible entre el mundo antiguo y el surgido de aquel punto clave en la historia. Jesús termina con el paradigma heroico propio de la antigüedad clásica y abre un nuevo horizonte de realización humana: al héroe se le admira, se le considera ejemplar y sus cualidades se tienen por imitables por el hombre virtuoso. Pero la estampa heroica no transforma en profundidad al hombre ni convierte su corazón de piedra en corazón de carne. Ningún héroe imitable ni admirable produce tiempos nuevos a no ser que las personas cambien su culto civil hacia él por una asunción activa de unas actitudes cuyo alcance y origen profundo superan con mucho la propia figura heroica. Un servidor de ustedes se complace en pasearse por los lindares de la herejía e imaginar que Dios se hizo hombre para poder ser realmente verdadero para nosotros: ningún compromiso ético con los valores divinos tenía sentido ni oportunidad sin su encarnación fehaciente, y por eso “el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”: para que se comprobase táctilmente que el ideal era verdad.
Corremos el riesgo de asumir una religión sobre Mandela, una nueva religión civil sustentada sobre la reclamación pendiente de la revolución moderna: libertad, igualdad, fraternidad y centrada en la admiración a la vida y milagros del héroe, sin darnos cuenta de que lo necesario es asumir como propia la religión de Mandela, es decir, practicar personalmente aquellas actitudes y valores que el líder globalizado llevó a cabo. Contra viento y marea, contra lo establecido y contra lo que el sentido común dicta a la gente común, contra los poderes de la Tierra a los que se pliega la carne y el espíritu acomodado a lo que “debe ser”. Y cuando uno se fija en ello, se da cuenta de que ese es el mismo dilema del cristianismo: practicar una religión sobre Jesús o practicar la religión de Jesús: no la religión que versa sobre la figura del Redentor sino la religión que Él personalmente practicaba y que el Evangelio explica con claridad meridiana.