GABRIEL JARABA
Vivo fuera de Barcelona en una villa turística en la costa del sur. Durante toda esta temporada excepcional apenas voy a la capital, en la que nací y que sigo considerando mi ciudad. Casi cada noche sueño con ella, y vivo escenas oníricas que no por imaginadas son menos reales; creo que los sueños hay que tomarlos en serio, y no para buscarles significados peregrinos sino para conectar con ciertos estados de ánimo que se pueden desprender de ellos y que son, a mi entender, una parte importante de la existencia. Vivo pues en Barcelona cuando me acuesto aunque paso muy pocas horas en ella cuando la visito en estado de vigilia.
Ayer y hoy he hecho un par de escapadas rápidas hasta la plaza de Cataluña para resolver un par de gestiones necesarias. No he querido sumergirme en la población paseante por prudencia covidiana, y eso que uno de mis grandes placeres es caminar por las calles de mi ciudad y embeberme en un ambiente que para mí es nutricio por más que aquella patria que fue lo que me hizo ser quien soy ha cambiado hasta el punto de que se me aparece como arrebatada; no por la fuerza del cambio inevitable y la impermanencia de las cosas, los hechos y los tiempos sino por un poso dejado por una cierta estupidez que comparten tanto los ciudadanos como los dirigentes: no sabemos apreciar lo que tenemos, no defendemos lo que ganamos, no aprendemos ni de los aciertos ni de los errores que cometemos. No hay más que ver cómo los barceloneses hemos dilapidado el capital del prestigio olímpico y andamos ahora lloriqueando porque han cerrado bares y cafeterías. Tenemos la mejor ciudad del mundo y aparecemos como mendigos en un muladar.
He visto a la gente como mustia, incluso triste. Parece como si un ovni hubiera abducido a todos los turistas extranjeros dejando en tierra a la población local, y la sensación resultante es que todos los que despotricaban contra el turismo y reclamaban su supresión o incluso su represión eran tontos de remate. La gente que estaba paseando por el centro de la mejor ciudad del mundo, bajo un sol resplandeciente y una temperatura ideal parecían convocados a un entierro de tercera.
Pero lo cierto es que la gente tiene motivos para estar triste. Una encuesta dice que el 58 % de las personas tiene miedo a morir del virus. Ahora no lo recordamos, pero ese estado de ánimo desanimado yo lo he visto también pasearse por las calles de la ciudad en los años 50 y primeros 60. El desánimo es, como su propio nombre indica, una extracción del alma, el abandono de lo esencial del ser humano y la pérdida de su principal elemento constitutivo o por lo menos la dilución de la energía en que se manifiesta. Estamos desanimados y eso no sólo es inquietante sino peligroso.
Se huele una cierta soledad tras ese estado de ánimo. La modernidad propuso el individualismo democrático como ideal y esa fue una buena idea; todo proyecto de dominación se presenta de entrada como un comunitarismo cálido y seductor antes de someter las voluntades a la razón de estado. Pero se nos hizo creer que la libertad consistía en el abandono de cualquier tipo de vínculo; familia, gente a la que se ama, raíces espirituales, sentimientos de trascendencia. Me sorprende que no sorprenda la ausencia, en nuestra cultura occidental, de la idea de los ancestros. Nos hacen gracia los asiáticos que mantienen en sus hogares un altarcito con fotos y recuerdos de sus familiares fallecidos. Los pueblos a los que consideramos, aunque no lo digamos, menores de edad –asiáticos pero también africanos y nativos de diversas etnias– cuentan con sus ancestros en sus vidas cotidianas, y no sólo les recuerdan sino que les rezan, les piden ayuda, les guardan un hueco permanente en sus corazones además de las hornacinas de culto familiar. Cada persona se siente custodiada por sus familiares predecesores que viven en ella y trata de obrar de manera que merezca su aprobación, una actitud moral de ultratumba que para nosotros es inconcebible.
Existen diversas razones para el sentimiento de soledad propio de nuestra cultura, pero pocas veces he visto aludir a la ausencia de conciencia de los ancestros a este respecto. La tristeza que se palpa –y uso la expresión a propósito– en las calles de mi ciudad tiene que ver con muchas de ellas pero creo que existe un trasfondo que va más allá de lo meramente sociológico. No sé cuando accederemos a esa “nueva normalidad” de la que tanto se habla y que tan poco se ve, pero estoy seguro de que tarde o temprano podremos llegar a ver (quien quiera, sepa y pueda) que si queremos vivir una vida buena deberemos descorrer ciertos velos que no osamos apartar o que ni siquiera concebimos.
Un servidor vive su vida cotidiana acompañado de sus ancestros, los míos y los de mi esposa y su familia. Hablo de ellos continuamente y les recuerdo en numerosas situaciones cotidianas. Y por la noche, a la hora de dormir, es cuando revivo los momentos que he pasado en las viejas redacciones y talleres de imprenta, es el momento en que me aplico al cierre de la edición onírica del diario o la corrección de pruebas sacadas de la imprenta astral, es cuando paseo en sueños por las calles de la ciudad que una vez fue mi patria, y converso con mi familia extensa formada por carpinteros, pescadores, campesinos, marineros, pescateras, ferroviarios, impresores, modistas, camareros, metalúrgicos, panaderos y tanta gente buena a la que he amado y que me ha amado. Y no estoy nunca solo, ni en sueños ni vigil sino animado por la bondad que mis ancestros me dieron.