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El efecto Francisco y la leyenda del califa Harún Al Rashid

sandalias

Por Gabriel Jaraba

(Artículo publicado en La Luz Digital, revista de la Iglesia Española Reformada Episcopal).

Cuando el cardenal Jorge Mario Bergoglio accedió al papado de Roma fue obsequiado con una doble bienvenida. Por un lado, muchos de los que se dicen partidarios del pensamiento crítico no se detuvieron un instante a analizar críticamente una campaña denigratoria de urgencia lanzada por ex montoneros que ahora sirven al kirchnerismo en la que incluso se pretendió que un cura que aparecía en una foto dando la comunión a Videla era el actual papa, cuando estaba sobradamente documentado que se trataba de otro sacerdote. Por otro, los habitantes de las sentinas ultramontanas, al lado de los cuales Lefebvre es Hans Küng, establecidos en considerar que la cátedra que ocupa Francisco es sede vacante y que el obispo de Roma es “un papa de telenovela” como he llegado a escuchar a alguno. En medio, la mirada postmoderna de lo que antes se llamaba masas, configurada no sólo por los medios de comunicación sino por una mezcla de perplejidad, escepticismo y esperanza, actitud tan contradictoria como lo es cualquier actitud humana, de la que destaco la última virtud. Que en los tiempos que corren unos modestos gestos que apelan a la sencillez, la caridad y la justicia sean recibidos con alborozo por gentes de las que se dice que están adormecidas cuando en realidad se hallan refugiadas es un signo reconfortante.

En estos momentos se hace difícil vislumbrar el alcance que puedan tener las reformas que pretende –seguro que lo pretende—Francisco. El nombramiento de un fino diplomático para terminar con la era Bertone es, según los vaticanólogos, una verdadera carta de presentación, más allá de la renuncia al camauro y la cruz enjoyada. Quienes le pedían hechos más que gestos ya tienen uno, y por sus resultados habrá que valorar progresivamente el alcance de la hipotética reforma bergogliana. Pero en la era de la comunicación, los gestos son signos, y los signos tienen significado. Personalmente me quedo con una declaración efectuada en Brasil: “La convivencia pacífica entre las diferentes religiones se ve beneficiada por la laicidad del estado, que, sin asumir como propia ninguna posición confesional, respeta y valora la presencia del factor religioso en la sociedad”. Con ello, el obispo de Roma y primado de la iglesia católica romana se sitúa plenamente en el campo de quienes han venido defendiendo la concepción totalmente democrática del estado y al margen de las posiciones más ultramontanas de la iglesia de Roma, sostenidas aún por algunas conferencias episcopales, entre ellas la española. Francisco se refirió también a la necesidad de que la política y la economía sean también democráticas: “El futuro nos exige una visión humanista de la economía y una política que logre cada vez más y mejor la participación de las personas, evite el elitismo y erradique la pobreza. Que a nadie le falte lo necesario y que se asegure a todos dignidad, fraternidad y solidaridad”. No es de extrañar que Leonardo Boff y muchos otros como él hayan aplaudido.

Piensa uno entonces en aquella novela de Morris West, Las sandalias del pescador, luego llevada al cine y publicada en una fecha tan significativa como 1963, año de la muerte de Juan XXIII, a quien llamaron “el papa bueno” quizás porque hubo otros malos. El autor presentaba la fantasía prospectiva de un papa “llegado del frío” preocupado por el hambre en el tercer mundo y el riesgo de ruptura violenta del equilibrio del terror entre las superpotencias. El papa que realmente llegó del este no fue como West había imaginado o deseado. Pero la versión cinematográfica de la historia, en la que Anthony Quinn se pierde por las calles del Trastevere enfundado en un gabán que apenas oculta su clergyman, anticipaba en realidad al actual Francisco, alojado fuera del palacio papal y oficiando misa cada mañana con los empleados de la modesta residencia de Santa Marta.

En esa escena y en los actuales gestos significativos de Francisco se percibe la verdadera dimensión de la recepción del inicio de su papado por parte de las masas perplejas. Es el retorno de una vieja leyenda. La historia del poderoso que se escabulle de su entorno protegido para mezclarse con el pueblo ha llegado a alcanzar la categoría de mito, es decir, de referencia arquetípica recurrente que encierra una enseñanza de vida. Ese mito se extendió por el mundo a partir de la leyenda del califa Harun al Rashid,  popularizada por Las Mil y Una Noches. El califa era un gobernante todopoderoso, justo y bueno, que recorre disfrazado los mercados y las plazas de su reino para escuchar de primera mano los agravios que sus súbditos reciben de los administradores venales o ineficientes.  Harun, embozado, afina el oído y, de vuelta en palacio, reprende al administrador infiel, a veces descubriendo su verdadera identidad ante los atónitos plebeyos (como se ve, las raíces de la dualidad Superman-Clark Kent son más antiguas y ambiguas de lo que parece). En todo gobernante populista se esconde un Harun al Rashid en potencia, y así, el mito resurge periódicamente, con Fidel y con Chávez, también con el Juan Carlos otrora campechano en moto, el Suárez de las partidas de dómino en Cebreros o  el José Múgica uruguayo, llano y accesible en su ranchito. No en los casos de De Gaulle, Giscard d’Estaing, Helmut Schmidt o Konrad Adenauer. Tampoco, y es curioso observarlo, con Obama, frío y hasta  hierático incluso cuando quiere parecer casero y familiar.

¿Será Jorge Mario Bergoglio el verdadero Kiril I, el papa venido del fin del mundo, capaz de desencadenar la fuerza de la buena voluntad en los corazones de piedra de los poderosos? Aún no lo sabemos pero lo que ha demostrado ha sido el poder del mito de Harun al Rashid, y con ello, lo profundo del interrogante que albergan los corazones de los hombres tocados inconscientemente por ese arquetipo. En estos tiempos ásperos y crueles, los poderosos del mundo no se molestan en sacar partido de la imagen del gobernante próximo, sabedores de que ni siquiera esa apariencia podría humanizarles. Tampoco las masas desesperanzadas y perplejas vuelven sus ojos hacia ellos en espera de un gesto. Rajoy, presidente de un país que adora el populismo (“qué buen vasallo sería…”) ni siquiera se plantea dejar de ejercer su hieratismo dejando que sus subordinados, unos en versión Rottenmeyer y otros en clave hooligan pechen con el rebote de las consecuencias de sus actos. Quizás Francisco destaca porque es el único que se permite tales gestos, y la respuesta ante ellos probablemente sea fruto de tal nivel de desesperanza. Pero es significativo que aún resista ese hilo tenue de confianza en la buena voluntad, que no es un sentimiento endeble y pegajoso sino la confianza en el poder de la acción humana para transformar la realidad, de manera directa, fehaciente y sin constructos conceptuales que puedan servir de escondrijo.

El quid de la cuestión reside en la paradoja de fondo: para poder ejercer esos gestos es condición hacerlo desde el poder, a menudo absoluto. Sin tal potestad la actitud compasiva y en pro de la justicia pierde su magia, es un gesto de impotencia más. Solamente el califa omnímodo puede devenir algo más que denunciador de lo torcido. Que las masas actuales no vuelvan una mirada esperanzada hacia el poder es significativo de la situación actual; que algunos lo hagan en dirección a Santa Marta en Roma aún lo es mucho más.

De modo que lo que Francisco y la iglesia de Roma enfrentan ahora en momento tan crucial es la vieja y áspera cuestión del poder. Hasta donde alcanza el poder personal del monarca electo y en qué medida influye en su cuota de poder influye el poder de sus electores. “Lo que importa no es el sentido de las palabras sino saber quien manda aquí”, dijo sabiamente el huevo Humpty Dumpty en Alicia en el País de las Maravillas, frase de deberían de tener labrada en piedra todos los semiólogos en su escritorio. Pero los gestos y las imágenes, en la sociedad de la comunicación, tienen el poder que les atribuyen sus receptores. Y a mí me interesa la mirada esperanzada de la humanidad perpleja y el “efecto Francisco” que se desprende de ello. Y me intriga el hecho desnudo de que con quien Francisco pugna y deberá pugnar será, lisa y llanamente, el poder, comenzando por su propio poder. La cínica pregunta de Stalin, “¿cuántas divisiones tiene el papa?” continúa en pie: ¿cuánto da de sí el soft power del catolicismo, estructura religiosa que tiene en su centro condicionar y determinar si es posible los modos morales, culturales y sociales de las naciones?

Ese “efecto Francisco” ha atraído la mirada escéptica y cansada hacia el cristianismo. La figura del papa de Roma ha sido capaz de llamar la atención hacia el mensaje de Jesucristo como ningún otro signo en los últimos tiempos ha sido capaz de hacerlo. Por eso a quienes no nos encontramos en el redil romano nos concierne el asunto. Es más, nos interesa que Francisco tenga éxito. Porque su éxito no será solamente el suyo y el de los suyos sino el de todos: el Evangelio es el Evangelio sea quien sea quien lo proclame. El “cuanto peor, mejor” es una máxima maximalista seguida por los extremistas que se empeñan en tener razón pero nunca consiguen ejercer cambios. Los cambios en las sociedades democráticas se dan en el marco de la moderación, y es el posibilismo el que hace realidad las posibilidades. Con o sin papolatría, las gentes del común han prestado atención a alguien que dice lo que ellos piensan. Y es reconfortante comprobar que hay gente, quizás mucha gente, que se siente esperanzada ante alguien que apela a la humanidad en el nombre de Jesucristo. Por desgracia o por suerte, la era de Wojtyla dejó ahítos de papolatría hasta a la propia cúpula vaticana, y de ahí la elección del cardenal Bergoglio.

La larga sombra que proyecta la figura del papado debe hacer reflexionar a las iglesias que no cuentan con tal elemento. No para apresurarse a cruzar el Tíber o para articular complejos comunicacionales fundamentados en un marketing que ya resulta obsoleto en plena cultura digital (leer a los clarividentes sociólogos Manuel Castells o a Francis Pisani). Sino para comprobar que la figura de Jesucristo y su Evangelio es capaz todavía de despertar esperanzas en los corazones de la gente de buena voluntad y obrar, entonces, en consecuencia.